Merlina salió de la sala con expresión sombría. Al ver a Hela esperándola en el pasillo, bajó la mirada. Por un momento dudó si decir algo, pero finalmente habló con voz suave:
—Lo siento, Hela... No hay forma de recuperar a Shin. Él está...
—Entiendo —la interrumpió Hela, sin levantar la mirada.
Su voz era baja, apenas un susurro, pero cargada de un dolor seco, contenido. Su puño se apretó con fuerza, tanto que sus nudillos se pusieron blancos.
Sin decir una palabra más, dio media vuelta y se retiró de la Legión. No quería que nadie viera su rostro.
Afuera, la ciudad seguía celebrando. Las calles brillaban con luces y risas, los ciudadanos entonaban cánticos de victoria y niños corrían con banderas improvisadas. Para todos, era un día de gloria.
Pero para Hela, solo era el día en que lo había perdido todo.
Caminó sin rumbo por las calles hasta llegar a un callejón silencioso, lejos del bullicio. Se dejó caer al suelo, abrazando sus rodillas, y rompió en llanto. Sus lágrimas arrastraban el maquillaje que aún quedaba en su rostro, pintando líneas desordenadas en sus mejillas.
Mientras se dejaba llevar por la tristeza, unos gritos interrumpieron su lamento. Gritos de niños. Hela, confundida, se incorporó lentamente y caminó hacia el otro extremo del callejón.
Allí descubrió un edificio sencillo: un orfanato. Era el lugar donde llevaban a los niños que habían perdido a sus padres en la guerra. Hela se asomó discretamente por una de las paredes, y su expresión se tornó aún más triste.
Dos niños estaban golpeando a otro, más pequeño. El niño agredido, de cabello dorado y ojos violetas, yacía en el suelo, cubriéndose como podía de los golpes. Hela frunció el ceño, molesta, y estuvo a punto de intervenir. Pero entonces, otro niño, de cabello castaño oscuro y ojos también violetas, corrió hacia ellos y trató de defenderlo.
—¡Déjenlo en paz! —gritó, lanzándose contra los agresores.
Pero su esfuerzo fue inútil. Los otros dos eran más grandes y rápidamente lo derribaron también. El niño de cabello dorado, con la cara llena de lágrimas y moretones, gritó:
—¡Suéltalo! ¡Es mi hermano!
Fue entonces cuando Hela no pudo resistir más. Salió de su escondite con decisión.
—¡Oigan, ustedes! ¡Déjenlos en paz!
Los bravucones se detuvieron, sorprendidos al verla. Uno de ellos gritó al tiempo que huían:
—¡Ahhh! ¡Corran! ¡Es un mormo!
Los niños huyeron despavoridos por el callejón, dejando a los dos hermanos en el suelo.
Hela se acercó a los niños que aún estaban tirados en el suelo.
—Gracias, señorita. Es nuestra... —levantó la cabeza y palideció al verla—. ¡¡Haaa, nos va a comer!!—grito el niño de cabello castaño
Agarró a su hermano como si fuera un escudo humano.
—¡Por favor, no me coma! Si quiere puede comerse a mi hermano, tiene más carne.
—¡Oye! ¡Eso no se ofrece así nomás! —se quejó el de pelo dorado, mientras forcejeaba.
Hela, con los brazos cruzados y expresión indignada.
—¡Oigan, yo no soy un mormo!
—¿De verdad? —preguntó el de pelo dorado, entrecerrando los ojos—. Es que tiene cara de... "me comí a alguien hace poco".
Hela se giró hacia un charco cercano, se miró y soltó un suspiro al ver su maquillaje completamente corrido. Con resignación, se limpió la cara con la manga de su vestido.
—¿Ven? Ya no parezco un mormo —dijo con una mezcla de molestia y humor.
—Lo sentimos —dijeron ambos niños bajando la cabeza.
—¿Y por qué los estaban golpeando? —preguntó Hela, volviendo al tema.
El niño de pelo castaño rascó la cabeza con nerviosismo.
—Nos molestan por nuestro color de ojos... Dicen que son raros.
Hela los observó con más atención. Ambos tenían unos ojos de un violeta cristalino, tan brillantes que parecían joyas.
—Bueno a mí me parecen bonitos —dijo Hela, sonriendo con dulzura.
—Y díganme ¿cómo se llaman? —preguntó con curiosidad.
—Mi nombre es Tánatos —contestó el de pelo castaño.
—¡Y el mío es Hipnos! —exclamó el rubio con entusiasmo.
—Mucho gusto, Tánatos e Hipnos.
—Señorita, ¿nos va a adoptar? —preguntó Hipnos de golpe, con una expresión tan tierna que habría derretido el corazón de un volcán.
Hela se quedó congelada.
—¿Hee? ¿Y ahora qué les digo? —se preguntó a sí misma en voz baja, sudando frío.
—Hee... bueno... la verdad es que solo pasaba por aquí...
Tánatos suspiró y miró a su hermano con resignación.
—¿Ya ves, Hipnos? Siempre por desesperado. Así nunca nos adoptarán.
—Tranquilos… —dijo Hela, con una sonrisa nerviosa—. Tal vez… me lo podría pensar.
—¿¡De verdad!? —dijeron los niños al unísono, con los ojos brillando de emoción.
Hela se quedó mirando al vacío por un segundo, reprendiéndose mentalmente:
"¿Pero qué haces, Hela? ¿Prometiendo falsas esperanzas a estos niños?"
Antes de que pudiera retractarse, sintió unas pequeñas manitas aferrarse a las suyas. Tánatos la tomó de una mano, Hipnos de la otra.
—¡Vamos, vamos! ¡Tienes que ver nuestra habitación! ¡Y el nefalín tuerto del comedor!
—¿Eh? ¡¿Nefalín qué...?! —balbuceó Hela, pero ya era tarde.
Arrastrada por la energía incontrolable de los niños, fue conducida a través del portón del pequeño orfanato. Con cara de susto y resignación, apenas pudo resistirse.
"Merlina… ¿dónde estás cuando más te necesito?", pensó con desesperación, justo antes de cruzar la entrada.
—Miaaauu —maulló un felino de pelaje blanco con dos colas y un solo ojo, que caminaba con elegancia por el pasillo del orfanato.
—¡Dime qué te parece nuestro nefalín! —dijo Hipnos con entusiasmo—. ¡Se le perdió un ojo en una pelea callejera, pero sigue siendo muy tierno!
—S-sí… muy… tierno —respondió Hela, con una sonrisa forzada y el alma abandonando su cuerpo lentamente.
La criatura se le acercaba con movimientos sigilosos, mientras el temblor de Hela se volvía más evidente con cada paso del nefalín.
—¿Qué pasa, señorita? —preguntó Hipnos, inocente.
—¡Nada! ¡Absolutamente nada! —contestó Hela con voz aguda, intentando mantener la compostura—. Pero… creo que debería hablar con la persona a cargo del orfanato. ¿Sí? Eso estaría genial. Por favor.
—¡Sí! Mi hermano ya va a traer a la señorita Artemisa —dijo Hipnos con una gran sonrisa, y salió corriendo.
—¿Artemisa...? —repitió Hela, congelada por un segundo.
—Sí, ¿por qué? —preguntó el niño, deteniéndose en la puerta.
—No… puede… ser —susurró Hela, llevándose la mano a la frente con resignación—. ¿Artemisa tenía que ser justo ella?
En ese momento, la puerta del pasillo se abrió, y por ella entró una mujer de porte sereno y ojos cansados, acompañada de Tánatos. Al verla, Hela se enderezó instintivamente.
—Hela... —susurró la mujer.
Artemisa se quedó inmóvil unos segundos, como si no pudiera creer lo que tenía delante. Luego, sin contenerse más, cruzó la habitación en unos pasos y abrazó a Hela con fuerza. Una lágrima solitaria recorrió su mejilla.
—Lo siento… lo siento tanto por lo de tu hermano.
Hela, sorprendida al principio, finalmente devolvió el abrazo en silencio. No dijo nada. No hacía falta.
Los niños miraban la escena con ojos muy abiertos, sin entender del todo.
Después de unos minutos, ambas se separaron con una mezcla de alivio y pena compartida. El ambiente seguía cargado, pero ya no pesaba tanto.
—Ha pasado tiempo… —murmuró Hela, rompiendo el silencio.
Artemisa asintió, limpiándose las lágrimas con dignidad.
Fue entonces cuando Tánatos, aún confundido, tiró de la túnica de Artemisa.
—Mamá Artemisa… ¿tú ya conocías a la señorita?
Artemisa miró a Tánatos con una sonrisa suave y respondió:
—Conozco a Hela desde que era una niña, como ustedes.
—¿De verdad, señorita Hela? —preguntó Hipnos, con los ojos bien abiertos.
Hela asintió con una leve sonrisa, cruzando los brazos.
—Sí, aunque no exactamente en este pequeño orfanato.
Se agachó un poco para quedar a la altura de los niños.
—Verán… cuando era pequeña, mi mamá y mi papá fueron a combatir contra los malos, pero… —tragó saliva con dificultad al recordar la herida reciente— no volvieron. Y me quedé sola con mi hermano Shin...
Por un momento, su voz titubeó, pero respiró hondo y continuó, forzando una pequeña sonrisa.
—Como estábamos solos, unas damas nos llevaron a un orfanato. Aunque era mucho más grande que este —dijo, inflando el pecho como si intentara presumir.
—¡¿Más grande?! —exclamó Hipnos con asombro, como si no pudiera imaginar un lugar mayor al que conocía.
—Sí, mucho más. ¡Tenía pasillos enormes y hasta un jardín lleno de flores! —añadió Hela con entusiasmo.
—Y también estaba mamá Artemisa —añadió, señalando con el pulgar a su vieja amiga, aunque con tono claramente sarcástico—. Nos recogió de allí.
—¡¿En serio?! —preguntó Tánatos, mirando a Artemisa como si acabara de descubrir una gran conspiración.
—Además... —añadió Hela con una sonrisa traviesa, girándose hacia Artemisa—. En ese tiempo era una mujer muy gruñona. ¡Siempre nos regañaba por todo!
Artemisa se llevó la mano a la cabeza, sacudiéndola con suavidad.
—Cuántos años han pasado… ¿y aún me consideras gruñona?
Hela soltó una carcajada sincera.
—Me equivoqué —dijo, fingiendo pensarlo un segundo—. Sigue siendo gruñona.
—¡Hela! —protestó Artemisa con una risita, cruzándose de brazos.
Pero no objetó más. En su rostro se dibujó una sonrisa cálida, cargada de nostalgia.
—Es bueno verte de nuevo, ¿sabes? —dijo, con sinceridad.
Hela bajó un poco la mirada, suavizando su expresión.
—También para mí lo es.
Tánatos, aún curioso, no pudo contenerse.
—Y dígame, señorita… ¿cómo era su hermano? ¿Y qué travesuras hacían? ¡Cuénteme, porfaaaaavor! —dijo juntando las manos y estirando las vocales como si de eso dependiera su existencia.
—¡Sí, sí! ¡Queremos saber! —añadió Hipnos, dándole saltitos alrededor de Hela.
Hela parpadeó, algo sorprendida, pero luego sonrió con ternura. Caminó hacia una banca cercana del orfanato y se sentó, haciendo un gesto con la cabeza para que los niños la acompañaran.
—Bueno… supongo que una historia no hace daño, ¿eh?
Tánatos e Hipnos se sentaron a cada lado como si se tratara de un cuento antes de dormir.
—Mi hermano Shin… era testarudo, muy serio, y siempre se creía el más fuerte —comenzó diciendo Hela con una sonrisa cansada—. Pero en realidad era un blandito con corazón de oro. Aunque jamás lo admitiría.
—¡Como Tánatos! —interrumpió Hipnos, apuntándolo con una sonrisa pícara.
—¡Oye! —se quejó Tánatos, haciendo un puchero.
—Shin me cuidaba todo el tiempo —continuó Hela—. Recuerdo una vez… —y soltó una pequeña risa— …nos escapamos del orfanato para ir a ver unas luciérnagas que decían salían sólo una vez al año. Era tarde, y estaba lloviendo un poco, pero aun así él me llevó cargando en la espalda todo el camino para que no me mojara.
—¿Y qué pasó? ¿Las vieron? —preguntó Tánatos, con los ojos muy abiertos.
Hela asintió, con una mirada lejana, atrapada en el recuerdo.
—Sí. Fue… mágico. Nunca había visto algo tan hermoso. Y Shin… sonreía. Una sonrisa de verdad, de esas que no se ven todos los días.
Guardó silencio unos segundos, y los niños también. Como si respetaran el momento.
—Eso sí, cuando volvimos, mamá Artemisa nos castigó por una semana entera —añadió Hela, volviendo a reír.
—Bueno niños, me gustaría que se retiren —dijo Artemisa con voz suave pero firme—. Voy a hablar con Hela… de cosas de mayores.
—¡Ay, de verdad! —protestó Hipnos con un puchero—. ¡Pero yo quería más historia!
—Después podrán escuchar cientos de historias de Hela —respondió Artemisa con una sonrisa paciente.
—¡¿Cientos?! —exclamó Tánatos con los ojos brillantes—. ¡Eso suena épico!
—Jajaja —rió Hela, llevándose una mano a la boca. Pero de pronto se paralizó.
—¡¡AAAAAHHH!! —pegó un grito ahogado, saltando como si la hubieran pinchado.
El nefalín, con total indiferencia, acababa de pasarle entre las piernas rozándole la pantorrilla con su cola de dos puntas. Caminaba con la misma elegancia felina de siempre, como si nada hubiera ocurrido.
—¡Por todos los cielos! ¡Ese monstruo peludo va a matarme de un infarto! —gimió Hela, sacudiéndose la pierna con desesperación.
—Y llévense a Cíclope, por favor —añadió Artemisa, señalando con el dedo al felino con resignación maternal—. ¡De aquí!
—¡Sí, mamá Artemisa! —respondieron los niños al unísono, corriendo detrás del nefalín.
—¡Ven acá, Cíclope! —gritó Hipnos—. ¡No asustes a la señorita Hela!
El felino bufó con un solo ojo brillante, pero terminó dejándose arrastrar por los niños, mientras estos salían del salón haciendo ruido y peleándose por quién lo cargaría.
Cuando el portón del salón se cerró con un golpe seco, Artemisa suspiró y miró a Hela con seriedad, aunque aún con ternura en los ojos.
Artemisa se cruzó de brazos y miró con ternura a Hela, aunque su rostro aún guardaba rastros de la melancolía del pasado.
—Bueno, dime Hela… ¿qué te trae por aquí?
Hela se dejó caer sobre una de las sillas de la oficina improvisada que Artemisa había montado en la entrada del orfanato. Se llevó una mano a la cabeza, respiró hondo y respondió con voz apagada:
—Solo estaba caminando por las calles. Ya sabes… Shin, mi hermano, fue convertido en una estatua. Y solo quería alejarme del bullicio de la ciudad. Todo el mundo celebra… y yo solo quería estar sola, hasta que me encontré con esos dos pequeños recibiendo una paliza.
Artemisa suspiró, cansada, pero sin perder la calidez en su voz.
—Lamento mucho lo de Shin… —dijo en voz baja, haciendo una pausa—. Y sobre los niños, no es la primera vez que pasa. Siempre terminan peleando con esos bravucones. Ya me tienen cansada, que cada vez tenga que estar protegiendo a esos dos revoltosos.
Hela arqueó una ceja, algo confundida.
—¿No hay más niños en el orfanato?
Artemisa negó con la cabeza mientras acariciaba una carpeta polvorienta sobre el escritorio.
—No actualmente. Muchos dejaron de tener hijos por la guerra... No los juzgo. En tu tiempo había muchos huérfanos. Aunque todavía los hay, no puedo ayudar a tantos como antes. Dejaron de financiarnos, y el orfanato central cerró hace dos años.
Hizo una pausa, apretando los labios para contener la rabia contenida.
—Con mis últimos ahorros compré este pequeño edificio. Lo adapté como pude... pero apenas nos alcanza para sobrevivir.
Se volvió hacia la ventana, donde las risas de Tánatos e Hipnos aún se escuchaban a lo lejos, amortiguadas por los muros.
—¿Sabes qué fue lo que más odié de esta guerra, Hela? —continuó con voz quebrada—. Ver a tantos pequeños como tú… sin un hogar. Sin un futuro. Sin nadie
Hela, aún con la mirada fija en los niños, preguntó en voz baja, como si temiera romper la calma del momento:
—¿Cómo llegaron estos pequeños hasta aquí?
Artemisa suspiró, encogiéndose ligeramente de hombros.
—La verdad... No tengo idea de quiénes fueron sus padres. Los encontré una noche, abandonados frente a la puerta del orfanato. Estaban envueltos en una manta de lino dentro de una canasta de paja. Solo había una nota junto a ellos... con sus nombres escritos.
—Ya veo —murmuró Hela, en tono reflexivo.
Hubo un breve silencio antes de que Artemisa, con una media sonrisa, lanzara la pregunta que flotaba en el aire desde hacía rato:
—Dime, Hela... ¿acaso estás pensando en adoptarlos?
Hela suspiró, su mirada fija en los niños que reían mientras jugaban con el nefalín de dos colas. La criatura giraba sobre sí misma, lanzando suaves maullidos, y los pequeños lo perseguían con alegría inocente. Por un instante, el mundo pareció detenerse.
Por un instante… todo fue paz.
—Yo creo que…
¡BOOOM!
Un estallido desgarrador retumbó en el cielo, seguido por una vibración que estremeció hasta el último ladrillo de la ciudad. Las ventanas temblaron, los cuadros cayeron de las paredes, y una onda de polvo se levantó del suelo.
—¿¡Qué fue eso!? —gritó Hela, incorporándose con los ojos abiertos de par en par.
Un segundo estruendo, aún más fuerte, sacudió los muros del orfanato. Afuera, los gritos de la gente rasgaban el aire como cuchillas.
—¡Nos están atacando! ¡Corran! ¡Sálvense!
—¡Niños! ¡Adentro, ya! —exclamó Artemisa, con el rostro desfigurado por el miedo, corriendo a abrazar a los pequeños.
Hela sacó la pequeña guadaña de su bolso. El metal reflejaba la tenue luz que se colaba entre los cristales rotos, como si sintiera que la sangre pronto volvería a manchar su filo.
—¿¡A dónde va, señorita!? —preguntó Tánatos, con la voz quebrada por la incertidumbre.
Hela le lanzó una mirada serena, aunque en el fondo de sus ojos ardía una tormenta.
—A hacer lo que debo —dijo con voz firme—. No dejaré que este lugar arda.
Y sin esperar respuesta, cruzó el umbral del orfanato. El viento le azotó el rostro con olor a humo, fuego y muerte. Los gritos se hacían más nítidos, más desesperados. Familias corrían por las calles, y en el horizonte, se alzaban columnas de fuego.
Hela se lanzó hacia el centro de la ciudad, con la guadaña resplandeciendo como una luna cruel bajo un cielo teñido de rojo.
Desde la entrada del orfanato, Tánatos la observaba en silencio.
—Quisiera que fuera mi mamá —añadió, esta vez en un suspiro apenas audible.
Hipnos no dijo nada. Solo colocó una mano sobre el hombro de su hermano, mientras la silueta de Hela desaparecía entre el caos como una sombra destinada a enfrentar la tormenta.
Fin.