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Chapter 5 - "LA CALMA DESPUES DE LA CONFESIÓN"

(Narrado por Shizuka Ishikawa)

Esa noche, el sueño se negó a visitarme. Di vueltas en mi cama, la suavidad de las sábanas de lino un contraste casi violento con la dureza de los recuerdos que había desenterrado. Contar mi historia... había sido como abrir una vieja herida solo para descubrir que, gracias a los años en esta casa, ya casi había cicatrizado por completo. Vi el rostro de Azumi, más sereno y abierto de lo que lo había visto nunca después de contar su propia historia de jaulas doradas. Ambas habíamos entregado nuestros pasados como una ofrenda, y esta familia, en lugar de juzgarnos, los había aceptado con un silencio lleno de respeto.

El recuerdo de los ojos de los niños... La compasión húmeda en la mirada de Hinata-sama, la intensa comprensión analítica en la de Kenji-sama, y la quietud sobrecogedora en la de Edu-sama. Esa quietud, en él, era lo que más me preocupaba.

Me rendí al insomnio y bajé a mi santuario: la cocina. El aire frío de antes del amanecer era perfecto para empezar a preparar el desayuno. El ritmo familiar de amasar el pan y cortar las verduras siempre lograba acallar los fantasmas. O al menos, casi siempre.

—No sabía que además de ser una guerrera formidable y la mejor cocinera de la finca Hoshino, eras también la trágica heroína de una novela de aventuras.

Casi corto la tabla por la mitad. Me giré, cuchillo en mano, para encontrar a Edu-sama apoyado en el marco de la puerta, con un vaso de agua en la mano y una pequeña sonrisa en los labios. No era su sonrisa habitual, la de coqueteo y desafío. Era algo más suave, más genuino.

—Y yo no sabía que los jóvenes maestros tenían la costumbre de merodear por las cocinas como gatos callejeros —repliqué, aunque mis palabras carecían de su mordacidad habitual—. ¿No puedes dormir?

—Demasiadas historias en mi cabeza —admitió, encogiéndose de hombros—. Pensé en la tuya. En la de Azumi. Y me preguntaba...

Justo en ese momento, Kenji-sama entró en la cocina, seguido de cerca por Hinata-sama, ambos ya vestidos. Era evidente que nadie en esta casa había dormido mucho.

—Shizuka-san —comenzó Kenji, su mente siempre trabajando—. Anoche mencionaste que tu única arma era la desesperación. Y Azumi-san habló de la frialdad como su escudo. Me preguntaba, ¿crees que el origen de la fuerza de una persona, su motor emocional, influye en su afinidad mágica?

Dejé el cuchillo y me crucé de brazos, mirando a esa colección de niños prodigio en mi cocina. Se suponía que mi trabajo era alimentarlos, no darles lecciones de cosmología antes del amanecer. Pero la pregunta de Kenji era inteligente.

—La magia no se preocupa por si eres noble o un ladrón —dije, secándome las manos en el delantal—. Es como el fuego de este hogar. Puedes usarlo para calentar tu casa, cocinar tu comida... o para quemar la aldea de tu vecino. El Maná no tiene moral, solo responde a la voluntad.

Miré a Kenji. —Tú buscas la fuerza en el conocimiento. Por eso tu mente es capaz de ver las tácticas y las estructuras que otros no ven. Tu magia, cuando despierte del todo, será precisa, lógica, como la de un arquitecto.

Luego miré a Hinata-sama, que escuchaba con los ojos muy abiertos. —Tú buscas la fuerza en el deseo de proteger, de sanar. Por eso las plantas florecen a tu paso y los animales confían en ti. Tu maná es empático.

Finalmente, miré a Edu-sama, que me escuchaba con una atención que rara vez me dedicaba. —Y tú... —dije, más seria—. Tú buscas la fuerza en la responsabilidad que te has autoimpuesto. En tu juramento. Es una voluntad increíblemente poderosa, pero peligrosa. Querer ser el muro para todos significa que debes ser más fuerte que cualquier cosa que el mundo pueda lanzar contra él.

—¿Y la tuya, Shizuka-san? —preguntó Hinata en voz baja.

Sonreí, una sonrisa de verdad esta vez. —La mía, como dije, nació de la desesperación. Y la gente desesperada tiene una voluntad muy, muy fuerte. Por eso mi afinidad es con la tierra. Porque no hay nada más terco y difícil de mover que una montaña. O que una niña hambrienta que se niega a caer.

Un cómodo silencio se instaló entre nosotros, lleno de una nueva comprensión. Edu asintió lentamente, procesando mis palabras.

—Entonces —dijo—, ¿hay desayuno para un muro, un arquitecto y una sanadora en prácticas?

No pude evitar soltar una carcajada.

—Solo si el muro ayuda a poner la mesa —respondí, lanzándole un paño de cocina, que él atrapó con una sonrisa.

Y así, la rutina regresó, pero algo había cambiado. La lección de esa mañana no había sido con espadas, sino con palabras. Y por alguna razón, se sintió igual de importante.

Después de nuestra improvisada lección de cosmología en la cocina, un nuevo tipo de calma se instaló en el desayuno. Era extraño. El parloteo habitual fue reemplazado por un silencio cómodo, lleno de las cosas que ahora sabíamos los unos de los otros. Vi a Hinata-sama pasarle un trozo extra de pescado a Azumi cuando pensó que nadie miraba. Vi a Kenji-sama observarnos a las dos con una nueva curiosidad, como si fuéramos textos antiguos que acababa de empezar a traducir. Y vi a Edu-sama... bueno, por una vez, estaba callado, comiendo su desayuno con una expresión pensativa. Honestamente, era más inquietante que sus coqueteos.

La paz, por supuesto, no duró. En la casa Hoshino, la paz es una tregua, nunca un tratado.

Más tarde esa mañana, encontré a Edu en el jardín, intentando meditar bajo el viejo árbol de arce. Estaba sentado con las piernas cruzadas, los ojos cerrados, tratando de encontrar su centro. Era una imagen tan ridícula y fuera de lugar que casi me eché a reír. Edu-sama meditando era como un volcán intentando hacerse pasar por un estanque.

Y yo no era la única que lo pensaba.

Desde el tejado de la veranda, lo vi. El depredador en su hábitat natural. Zuzu estaba agazapada, su cuerpo una línea tensa de pelaje negro, su cola moviéndose de un lado a otro como un metrónomo del mal. Su objetivo: la absoluta y total aniquilación de la paz de mi joven maestro.

La primera fase del ataque fue sutil. Dejó caer una bellota que aterrizó con un "ploc" justo delante de la cara de Edu. Él ni se inmutó. El segundo ataque fue una hoja que Zuzu empujó con la pata hasta que planeó y le aterrizó en la nariz. Edu arrugó la nariz, pero mantuvo los ojos cerrados.

"Hoy no, Zuzu", murmuró. "Estoy tratando de ser espiritual".

Aparentemente, Zuzu tomó eso como un insulto personal. Con un salto que desafiaba la física, aterrizó silenciosamente a su espalda y, con la delicadeza de un ladrón de joyas, le robó el marcapáginas de seda que sobresalía de un libro que tenía a su lado.

Eso fue todo. Los ojos de Edu se abrieron de golpe.

"¡De acuerdo, tú lo has querido, demonio!", exclamó, poniéndose en pie de un salto.

Lo que siguió fue una batalla campal por todo el jardín. No era una pelea, era una persecución. Edu, un prodigio de las artes marciales, se veía reducido a un niño tratando de atrapar una ardilla con cafeína. Zuzu corría por las paredes, saltaba entre los arbustos, usaba las ramas bajas de los árboles para lanzarse de un lado a otro, siempre con el trozo de seda roja ondeando en su boca como un estandarte de victoria.

"¡Devuélveme eso!", gritaba Edu, su espiritualidad completamente olvidada.

Observé desde la ventana de la cocina, limpiando un cuenco mientras sonreía. El prodigio de la Casa Hoshino, derrotado por diez centímetros de seda y un kilo de pelaje con malas pulgas.

Finalmente, la persecución terminó cuando Zuzu trepó a la rama más alta del arce, depositó el marcapáginas en un nido de pájaros abandonado, y se sentó a lamerse una pata con aire victorioso. Edu se quedó abajo, mirando hacia arriba con las manos en las caderas, completamente derrotado.

Lo vi entrar a la casa, suspirando dramáticamente. Lo seguí con la mirada mientras se dirigía a la biblioteca, probablemente en busca de otro libro cuyo marcapáginas no fuera secuestrado. Fue entonces cuando lo vi detenerse en seco en la puerta. Dentro, Azumi estaba de pie sobre una pequeña escalera, ordenando los estantes superiores.

Me preparé para la siguiente ronda de coqueteos. Pero me equivoqué.

Edu no dijo nada al principio. Simplemente se apoyó en el marco de la puerta y la observó trabajar en silencio. Azumi, sintiendo su presencia, se tensó. Se giró lentamente, su rostro ya una máscara de fría indiferencia, lista para el habitual asalto de ingenio y cumplidos.

"Azumi-san", dijo Edu, y su voz era tan tranquila que me sorprendió. No había rastro de burla en ella.

"Joven maestro", respondió ella, a la defensiva.

"Lo que contaste anoche...", comenzó él, rascándose la nuca. "Sobre tu 'jardín de invierno'... sonaba... muy solitario".

Vi cómo la armadura de Azumi se agrietaba. Estaba completamente desarmada. No estaba preparada para la empatía. Estaba preparada para un duelo, no para un abrazo verbal.

"Era... seguro", susurró ella, incapaz de mirarlo a los ojos.

Edu le dedicó una sonrisa. Y esta vez, no era su sonrisa de conquistador. Era una sonrisa pequeña, amable, casi tímida. Una sonrisa que nunca le había visto usar.

"Bueno", dijo. "Solo quería que supieras... que aquí las flores no tienen por qué temer a la helada". Se detuvo un momento, y un destello de su antiguo yo regresó, pero más suave, más genuino. "De hecho, creo que un poco de sol podría hacer que tu jardín floreciera de una forma que dejaría boquiabierta a toda Astoria".

Se acabó. Fue un golpe directo al corazón. Vi a Azumi quedarse sin aliento, su boca entreabierta. Su rostro, que había pasado años perfeccionando la impasibilidad, se tiñó de un rojo tan intenso como su cabello. No pudo responder. Simplemente se quedó allí, en su escalera, temblando ligeramente, completamente vulnerable. Completamente derretida.

Edu le dedicó un último y suave asentimiento y se fue, dejándola en medio del silencio de la biblioteca.

Maldito mocoso, pensé, mientras volvía a mi cocina. Ha cambiado de táctica.

Y su nueva arma era mil veces más peligrosa.

Me retiré a la cocina, mi territorio, mi fortaleza. Escuché los pasos de Edu alejándose por el pasillo y negué con la cabeza, una sonrisa tirando de mis labios sin mi permiso. Maldito mocoso. Había pasado años viendo a hombres importantes y a jóvenes nobles intentar abrirse paso a través de la fortaleza de hielo de Azumi, solo para ver cómo sus palabras y sus halagos se rompían contra su indiferencia. Y entonces llegaba Edu, no con un martillo, sino con una sola palabra cálida, y derretía los cimientos de la fortaleza como si fueran de nieve. Era exasperante. Y, admito que muy a mi pesar, era impresionante.

Más tarde esa noche, cuando la casa entera estaba sumida en el silencio y la oscuridad, yo estaba terminando de limpiar. La luna llena se filtraba por la ventana, pintando el suelo de madera con una luz plateada. Era en estos momentos, en la quietud de la noche, cuando esta casa se sentía más como un hogar.

Oí unos pasos silenciosos y no necesité girarme para saber quién era.

"Parece que no soy la única con fantasmas esta noche", dijo una voz suave desde el umbral.

Azumi estaba apoyada en el marco de la puerta, con su largo cabello rojo suelto sobre los hombros, algo que rara vez dejaba ver. En sus manos sostenía un vaso de agua. Noté que ya no tenía esa rigidez en los hombros que siempre la acompañaba como una armadura invisible. Parecía... más ligera.

"Los fantasmas de esta casa son ruidosos", respondí, sin dejar de preparar el té. "¿O es que cierto joven maestro te ha dejado pensando?".

"No sé de qué hablas", replicó ella, pero su tono carecía de su habitual frialdad. Se acercó y se sentó en uno de los taburetes de la cocina. "Simplemente... fue un día largo".

"Dime algo que no sepa", dije, poniendo una taza de té humeante frente a ella. "¿Sabes? Es increíble lo que han cambiado. Lo que ha cambiado él".

Azumi asintió, su mirada perdida en el vapor del té.

"Aún puedo verlo", continué, apoyándome en el mostrador frente a ella. "El niño que conocí cuando llegué. Recuerdo la primera vez que Zuzu lo arañó de verdad. Tendría 6 años, no más. Lloró durante una hora seguida, un llanto desconsolado y lleno de una traición operística. Lord Ibuki pensó que se había infectado, pero no. Lloraba porque no podía entender cómo su 'mejor y más leal amiga' podía haberle hecho daño. Fue su primer desengaño amoroso".

"Cuando yo llegué, ya no lloraba por los arañazos", añadió Azumi, una sonrisa fugaz en sus labios. "Pero recuerdo que se pasó tres días enteros de un humor de perros porque Kenji-sama le ganó cinco partidas seguidas a Go. Se encerró en su cuarto con Zuzu, declarando que 'la lógica era una tirana' y que no volvería a jugar a un juego tan cruel".

Era la misma persona. El que lloraba por una traición y el que se enfurecía por una derrota... ambos odiaban la injusticia, en cualquier escala. Y entonces, una idea me golpeó.

"Es extraño...", dije, frunciendo el ceño. "¿Cuándo fue la última vez que lo vimos llorar? De verdad".

Intenté recordar. El brazo roto entrenando con Ibuki el año pasado. La muerte de su viejo halcón mascota. Las duras reprimendas de su padre. Nada. Ni una lágrima.

La mirada analítica de Azumi se agudizó. "Nunca", susurró. "No desde que era un niño. Porque se lo prohibió a sí mismo. En algún momento de estos últimos años, decidió que el heredero de la Casa Hoshino, el 'muro' del que habló anoche, no podía permitirse esa debilidad. Empezó a construir esa fortaleza mucho antes de que se la pidiera a nadie".

El silencio que siguió fue denso, cargado con el peso de esa revelación. El chico despreocupado era una fachada. Una actuación para todos nosotros.

Y yo, siendo como soy, decidí que tanta solemnidad era peligrosa. Me giré hacia Azumi con una sonrisa ladina.

"Hablando de muros y fortalezas que se construyen...", comencé, mi tono volviéndose deliberadamente burlón. "Me ha llegado el rumor de que nuestro joven maestro anda por ahí con ínfulas de jardinero. Ofreciéndose como 'sol' para hacer 'florecer' ciertos 'jardines de invierno' muy exclusivos".

Vi cómo se le cortaba la respiración. Sus ojos carmesí se abrieron de par en par y el rubor que subió por su cuello fue tan intenso que casi podía sentir el calor desde mi lado de la mesa. Estaba completamente atrapada.

"Tú...", comenzó, su voz un tartamudeo ahogado. "Tú estabas... ¡estabas escuchando a escondidas! ¡Eso es una invasión de la privacidad!".

Solté una carcajada, una risa genuina que rompió la quietud de la noche. "No necesitaba escuchar a escondidas, Azumi-chan", le dije, dándole un golpecito amistoso en el hombro. "Se te nota en la cara desde que volviste de la biblioteca. Es la primera vez en años que no pareces un invierno perpetuo. Te sienta bien".

Ella refunfuñó, apartando la mirada, completamente sonrojada, pero no levantó sus muros de hielo. Simplemente se cruzó de brazos, una rendición tácita. "Mocosa insolente...", la oí murmurar, y supe que se refería a mí.

Se fue poco después, y me quedé sola de nuevo, pero la cocina ya no se sentía vacía. Se sentía llena de las complejidades de mi extraña familia adoptiva.

Me acerqué a la ventana y miré el jardín bañado por la luna. Pensé en el niño que lloraba por la traición de una gata y en el joven que ahora se ofrecía a ser un muro para proteger a su familia. Pensé en todos nosotros. En Ibuki y Sakura, los pilares que sostenían nuestro mundo. En Kenji, el arquitecto que descifraría sus secretos. En Hinata, el corazón que le daba un propósito a todo. En Azumi y en mí, las guardianas silenciosas. Y en Edu...

El juramento de Edu era ser el muro.

Y yo, Shizuka Ishikawa, que vine del barro y aprendí a ser dura como la piedra, sería la base sobre la que ese muro se construiría. Sería la tierra firme que nunca cedería bajo su peso. No pensaba moverme.

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