El eco de las espadas de madera al caer al suelo resonó en el dojo, un punto final a una batalla que había sido de todo menos un simple entrenamiento. El vapor de la técnica de Edu comenzaba a disiparse, revelando la escena final: mi hermano, jadeando y con el sudor perlando su frente, sostenía las armas de sus oponentes. Shizuka estaba en el suelo, mirando sus manos vacías con una mezcla de frustración e incredulidad. Azumi, de pie pero inmóvil, tenía la mirada perdida, como si su mente aún estuviera tratando de procesar la velocidad y la brillantez de la maniobra final.
Desde la veranda, la voz divertida de mi madre, cortó el silencio. "Parece que la cena de esta noche vendrá acompañada de un postre de humildad, chicas. Mi favorito".
Mi padre, no sonrió. Pero vi en sus ojos un destello de profundo orgullo mientras miraba a Edu. "No reaccionaste al caos", dijo, su voz una aprobación solemne. "Lo creaste y lo dominaste. Has aprendido algo importante hoy, hijo".
Edu dejó caer las espadas de madera y le ofreció una mano a Shizuka para ayudarla a levantarse, mientras le dedicaba una mirada respetuosa a Azumi. Su sonrisa ya no era la de un vencedor arrogante, sino la de alguien que apreciaba a sus rivales. "Espero con ansias sus historias. Prometo ser el público más atento".
Shizuka aceptó la mano, su orgullo de guerrera aún herido, pero la ira había sido reemplazada por una resignación a regañadientes.
La noche llegó, y con ella, una atmósfera diferente se instaló en la mansión. El sol, que había sido testigo del acero y el sudor, dio paso a una luna llena que bañaba los jardines en una luz plateada y silenciosa. Nos reunimos en la sala principal, no en la mesa del comedor, sino en los cómodos cojines dispuestos alrededor del irori, el hogar de fuego hundido en el centro de la habitación. Las llamas danzaban, proyectando sombras cálidas sobre los rostros de todos.
El aire olía a té de jazmín y a madera de cerezo quemándose. Zuzu, completamente agotada por su papel de saboteadora, dormía profundamente en mi regazo, un ovillo de pelaje negro ajeno a la tensión del ambiente.
La dinámica habitual se había invertido. Esta noche, Shizuka y Azumi no eran las sirvientas; eran las protagonistas. Estaban sentadas frente a nosotros, con tazas de té humeante entre las manos, pero era evidente que se sentían incómodas siendo el centro de atención. Mi padre les había dado su palabra de que podían retirarse si así lo deseaban, que una apuesta de entrenamiento no era un contrato de sangre, pero ambas se habían negado. La derrota era una deuda de honor.
Fue Edu quien rompió el hielo, su voz inusualmente suave. "No tienen que contarlo todo. Solo... nos gustaría entender. Conocerlas mejor. Son parte de esta familia".
Shizuka miró fijamente el fuego, su reflejo danzando en sus ojos celestes. Azumi estudiaba el patrón de su taza de té como si contuviera los secretos del universo. Vi la duda en ellas, la vacilación de abrir puertas que llevaban mucho tiempo cerradas.
Finalmente, Shizuka exhaló un largo suspiro, el vapor de su aliento mezclándose con el del té. Levantó la vista, pero no miró a Edu. Miró directamente a mis padres, a Ibuki y a Sakura. Su historia, me di cuenta, era tanto para ellos como para nosotros.
"Mi historia no comienza en un dojo honorable ni en una casa noble", dijo, su voz clara y firme, desprovista de la furia del entrenamiento, ahora teñida de una melancolía que nunca antes le había escuchado. "Comienza en los callejones olvidados de la capital del reino. Y no comienza con una espada en la mano..."
Hizo una pausa, y su mirada se volvió lejana, perdida en un recuerdo doloroso.
"...sino con el estómago vacío y las manos sucias".
Hizo una pausa, y por un momento, vi en su rostro no a la formidable guerrera que nos entrenaba, sino a una niña hambrienta y acorralada.
"No conocí a mis padres. Mi única familia era un puñado de otros huérfanos, niños que el mundo había decidido que no existían. Y en ese mundo, o te convertías en presa o en depredador. Yo elegí ser depredadora". Nos contó cómo se convirtió en la líder no oficial de su pequeño clan. Cómo luchaba contra otros grupos por un trozo de pan duro, cómo aprendió que un puñetazo bien dado era más útil que las lágrimas y que el calor del cuerpo de otro niño acurrucado por la noche era el único hogar que conocería.
"No era fuerte", dijo con una ironía amarga. "Era desesperada. Y la desesperación es un tipo de fuerza muy afilada".
Su historia dio un giro el día en que uno de los niños más pequeños de su grupo, un chiquillo llamado Kio, enfermó gravemente. La fiebre lo consumía y ningún curandero de los barrios bajos podía ayudarlo sin cobrar unas monedas que para ellos eran una fortuna inalcanzable.
"Necesitaba medicinas. Y la única forma de conseguir el dinero era... tomarlo. Así que planeé mi primer y último gran robo". Su objetivo fue un carruaje elegante, lacado en negro, que había visto varias veces cerca de los distritos ricos.
Vi a mi padre, tensarse ligeramente al escuchar esto. Mi madre, por el contrario, inclinó la cabeza, una chispa de reconocimiento en sus ojos violetas.
"Fue un desastre", continuó Shizuka con una sonrisa sin alegría. "Logré abrir la puerta y tomar una pequeña bolsa de brocado. Pero antes de que pudiera dar dos pasos, una mano me agarró del brazo. Una mano con la fuerza de una prensa de acero".
Era la mano de Lord Ibuki.
"Lo que siguió fue patético. Grité, mordí, pateé. Mis amigos intentaron ayudar, lanzando piedras. Yo saqué un trozo de madera afilado y traté de apuñalarlo. No me importaba nada más que conseguir esa bolsa".
"Cuando los guardias del noble llegaron", dijo, y aquí su mirada se posó por fin en mis padres, "estaba segura de que era mi fin. Me llevarían a las mazmorras y nunca volvería a ver a Kio ni a los demás".
"Pero la dama del carruaje", dijo Shizuka, y su voz se suavizó al mirar a mi madre, "le dijo a los guardias que se detuvieran. Se arrodilló frente a mí, una niña sucia y salvaje, y me miró a los ojos. No con pena, sino con... una extraña comprensión. Me preguntó por qué lo había hecho. Y yo, por primera vez en años, en lugar de mentir, le grité la verdad".
Mi padre tomó la palabra. Su voz era grave, recordando el momento. "Vimos en ella un fuego que no era de maldad, sino de protección. Una lealtad feroz hacia los suyos".
"Lord Ibuki me hizo una oferta", concluyó Shizuka. "Me dio la bolsa con el dinero para las medicinas de Kio. Y junto a ella, un panecillo caliente. Me dijo: 'El hambre te hace luchar, pero no te hace fuerte. La lealtad, sí. Te ofrezco un trato: ven a trabajar a mi casa. Te enseñaremos a cocinar para que ni tú ni los tuyos vuelvan a conocer el hambre. Y a cambio... te enseñaremos a usar una espada de verdad, para que puedas protegerlos no con la desesperación de una rata acorralada, sino con el orgullo de una leona'".
"Y no solo me acogieron a mí", susurró, y vi una lágrima solitaria rodar por su mejilla. La enjugó con rabia. "Cuidaron de todos los demás. Les dieron trabajo, un techo. Nos dieron una vida. Mi lealtad a la casa Hoshino no es un deber. Es la única deuda que pagaré con gusto por el resto de mi existencia".
Un silencio profundo llenó la habitación, solo roto por el crepitar del fuego. Miré a Edu. Su sonrisa había desaparecido. Observaba a Shizuka con una expresión de respeto absoluto, viendo por primera vez a la niña que se escondía tras la guerrera. Kenji apuntaba furiosamente en su cuaderno, no los detalles de la historia, sino, probablemente, un análisis sobre cómo las circunstancias forjan el carácter de un luchador.
Y yo... yo no pude evitar llorar en silencio, mi corazón roto por la niña que tuvo que luchar tanto, y rebosante de gratitud por la familia que tenía la suerte de llamar mía.
La historia de Shizuka quedó suspendida en el aire. Después de un largo momento, fue mi Madre quien habló, su voz suave rompiendo el hechizo.
"Gracias por compartirlo, Shizuka". Luego, sus ojos violetas se posaron en la otra figura silenciosa de la habitación.
"Azumi-chan", dijo gentilmente. "Ahora entendemos la tormenta. ¿Nos contarás la historia de la helada?".
El fuego en el hogar crepita, arrojando sombras danzantes sobre los rostros atentos de mi familia. La historia de Shizuka, cruda y real, todavía flota en el aire. Todos los ojos, ahora llenos de una nueva comprensión, se giran hacia la otra figura silenciosa de la habitación. Azumi Kisaragi, quien hasta ahora había mantenido su taza de té cerca de sus labios como si fuera un escudo, la baja lentamente.
La voz suave de mi madre, resonó en el silencio. "Ahora entendemos la tormenta. ¿Nos contarás la historia de la helada?".
Azumi levantó la vista. Sus ojos carmesí, normalmente tan fríos y analíticos, parecían contener un océano de historias congeladas. Tomó una respiración profunda, el vapor de su aliento visible por un instante en el aire de la noche.
"Mi historia es diferente a la de Shizuka", comenzó, su voz apenas un susurro, pero tan clara como el tintineo del hielo. "Yo nunca conocí el hambre, pero mi alma estuvo famélica durante años. Yo no nací en un callejón. Nací en una jaula... una jaula dorada".
Nos contó sobre su familia, el Clan Kisaragi. Un nombre antiguo y respetado en la capital, una casa noble cuya verdadera moneda no era el oro ni las tierras, sino los secretos. "Para mi familia", explicó Azumi, "las personas no eran personas. Eran activos, peones o amenazas. Y los hijos, éramos inversiones".
Su infancia no fue de juegos, sino de lecciones. No le enseñaron a cantar, sino a escuchar tras las puertas. No le enseñaron a pintar, sino a analizar la caligrafía en busca de signos de engaño. Su mente prodigiosa no fue celebrada como un regalo, fue afilada como un arma.
"Mi padre solía decir que una emoción revelada era una debilidad ofrecida al enemigo. Así que aprendí a no sentir. O, más bien, a construir un jardín de invierno en mi interior. Un lugar donde todo era hermoso, ordenado, geométrico... y congelado. Mi rostro se convirtió en una máscara de hielo para proteger el único lugar que era verdaderamente mío".
Vi a Edu fruncir el ceño, su expresión habitual de confianza reemplazada por una de intensa concentración, como si estuviera viendo a Azumi por primera vez.
"Mi familia", continuó Azumi, "se sentía amenazada por el rápido ascenso de la Casa Hoshino. Un samurái y una... mujer de origen desconocido", dijo, mirando a mi madre con respeto, "acumulando renombre y el favor del propio Rey. No lo entendían. Así que me enviaron a mí, con mis quince años, para entenderlo por ellos".
"Fui enviada como espía", confesó sin rodeos. "Mi misión era asistir a una celebración en esta finca, infiltrarme, evaluar su poder militar, descubrir sus ambiciones políticas y encontrar sus debilidades".
"Recuerdo ese día", intervino Madre, su voz suave. "Llevabas un kimono de seda tan rígido que apenas podías moverte, y una sonrisa tan falsa que hacía daño mirarla".
Azumi asintió, una leve y amarga sonrisa en sus labios. "Vine esperando encontrar a brutos ambiciosos o a estrategas despiadados. Y en su lugar... los encontré a ustedes. Vi a Lord Ibuki reír a carcajadas por una broma de un guardia. Vi a Lady Sakura enseñándole a una joven Hinata a trenzar coronas de flores. Y vi...", su mirada se posó en Edu por un instante, "...a un joven heredero que pasaba más tiempo molestando a sus sirvientas que puliendo su armadura. Nada tenía sentido. Mi mundo de lógica y cálculo no podía procesar el... calor de esta casa".
"Intenté cumplir mi misión. Intenté sonsacarle información a Lady Sakura sobre sus conexiones en la corte. Y ella, en lugar de ofenderse, me sirvió un té y me dijo: 'Eres una niña muy inteligente, Azumi-chan. Pero las paredes que construyes son de cristal. Se puede ver perfectamente el jardín que intentas proteger dentro'".
"Esa noche", concluyó Azumi, "Lord Ibuki me confrontó. No con ira, sino con una calma que era mucho más aterradora. Me dijo que sabía quién era mi familia y por qué estaba allí. Y luego me hizo la pregunta que lo cambió todo: 'Tu mente es una daga excepcional. ¿Pero disfrutarás toda tu vida siendo la mano de otro quien la blande?'".
"Me ofrecieron una elección. Volver a mi familia con un informe falso... o quedarme. Me ofrecieron un puesto como administradora y jefa de su red de inteligencia, no para la conspiración, sino para la protección. No me salvaron de la pobreza. Me salvaron de la riqueza. Me salvaron de convertirme en un engranaje perfecto y sin alma en la maquinaria de mi familia. Y por primera vez... mi jardín de invierno comenzó a derretirse".
Cuando terminó, un nuevo tipo de silencio llenó la sala. Kenji miraba a Azumi con una empatía que nunca antes le había visto, reconociendo a una compañera intelectual que casi había sido corrompida. Yo tenía los ojos brillantes de lágrimas, no de tristeza, sino de pura emoción.
Y Edu... Edu la miraba con una nueva suavidad, una nueva comprensión. Su coqueteo, me di cuenta, nunca había sido solo un juego. Había sido su forma instintiva de golpear suavemente las paredes de hielo de Azumi, una y otra vez, no para romperlas, sino con la esperanza de que ella misma le abriera la puerta.
Mi hermano se aclaró la garganta, su habitual ingenio ausente, reemplazado por una sinceridad genuina.
"Una tormenta y una helada...", dijo en voz baja, mirando primero a Shizuka y luego a Azumi. "No me extraña que esta casa nunca sea aburrida".
Y con esa simple frase, sentí que los últimos ladrillos de sus muros caían, y que nuestras dos guardianas, por fin, estaban verdaderamente en casa.