—Estas caminatas son más que un simple paseo, niños —dijo, mientras mi madre, Sakura Kazekiri, le dedicaba una sonrisa irónica.
—Por supuesto, querido —intervino ella—. Son tus "inspecciones paternales" para asegurarte de que tu reino personal sigue en orden.
—Son para asegurarnos de que no olvidemos el mundo que existe más allá de los muros de nuestra finca —corrigió él con una sonrisa serena—. El mundo que, como siempre digo, tenemos el deber de comprender y proteger, no de gobernar.
Akenomori, nuestra ciudad, era especialmente hermosa en la hora dorada. Las casas bajas con sus tejados de madera oscura y tejas de cerámica azul parecían acurrucarse unas contra otras, y los farolillos de papel que colgaban de cada alero comenzaban a emitir un resplandor cálido y suave. El aire olía a una mezcla embriagadora de mochi a la parrilla de los puestos callejeros, el incienso que se escapaba de los pequeños santuarios familiares y el perfume de las glicinias que trepaban por las paredes de piedra. La ciudad estaba viva con el murmullo de las conversaciones, las risas de los niños que perseguían libélulas cerca de los canales de agua clara y el saludo respetuoso de los ciudadanos cuando veían pasar a mi padre.
"Buenas tardes, Ibuki-sama", decían, inclinando la cabeza. Él respondía a cada uno con una sonrisa y un asentimiento, conociendo a muchos por su nombre, preguntando por sus familias o sus cosechas.
Yo caminaba entre él y mi madre, sintiéndome segura en su órbita. Delante de nosotros, Edu se movía con una gracia que parecía fuera de lugar en las concurridas calles, sorteando a la gente sin esfuerzo. Kenji iba a su lado, aunque su mente estaba en otra parte; sus ojos amarillos y analíticos escaneaban los edificios, calculando la integridad estructural de un puente o la eficiencia del flujo de peatones. A los pies de Edu, Zuzu era un torbellino de pelaje negro y blanco. Perseguía su sombra, saltaba para darle un suave mordisco en el talón de su bota, y luego se frotaba contra su pierna con un ronroneo posesivo. Edu simplemente suspiraba con una teatralidad exagerada y seguía caminando, tan acostumbrado a las travesuras de su autoproclamada guardiana.
Fue cerca de la plaza central donde ocurrió. Un carro cargado de sacos de arroz, tirado por un buey testarudo, hizo una maniobra brusca para evitar a un niño que corría. La rueda del carro golpeó con fuerza el puesto de un anciano ceramista. El puesto se tambaleó violentamente. Gritos ahogados sonaron entre la multitud. Vi, como a cámara lenta, cómo la pieza más hermosa del puesto, un jarrón de porcelana blanca pintado con delicadas carpas de color índigo, se deslizaba hacia el borde.
El tiempo pareció detenerse. El anciano gritó, un sonido de pura desesperación al ver el trabajo de toda una estación a punto de hacerse añicos. Su nieta, una chica de mi edad, se llevó las manos a la boca, con los ojos llenos de lágrimas. El jarrón cayó.
Pero no se rompió.
Mi madre tenía razón. Edu era el agua. En el instante antes de que el jarrón tocara el suelo de adoquines, una figura fluyó a través de los huecos de la multitud paralizada. No fue un sprint, fue un deslizamiento, una corriente. No sé cómo lo hizo. Estaba a varios metros de distancia, pero en un parpadeo, estaba allí. Se arrodilló, con una rodilla en el suelo, y atrapó el jarrón con ambas manos, a un centímetro de su destrucción. No hubo un ruido sordo, ni un tambaleo. El movimiento fue tan elegante, tan imposiblemente fluido, que parecía una reverencia. La gracia de un espadachín aplicada a un acto de pura bondad.
Se levantó lentamente y le ofreció el jarrón al anciano, cuyos ojos estaban abiertos como platos. "Creo que esto le pertenece, maestro", dijo Edu, con una sonrisa tranquila.
"Joven... Joven Hoshino...", balbuceó el anciano, tomando el jarrón con manos temblorosas. "Yo... no sé cómo agradecérselo. Esta pieza... es mi orgullo".
"Su sonrisa es agradecimiento suficiente", respondió Edu. La nieta del anciano, ahora con el rostro sonrojado hasta las orejas, se acercó tímidamente y le ofreció una pequeña figura de gato de cerámica, pintada con esmero.
"Por... por favor, acepte esto. Como muestra de nuestra gratitud", dijo ella, sin atreverse a mirarlo a los ojos.
Edu tomó la figura, sus dedos rozando los de ella por un instante. "Es un honor. Cuidaré de él". Se giró hacia nosotros y le guiñó un ojo a Kenji, un gesto que parecía decir: "Ves, esto también es estrategia". Zuzu, al ver la estatuilla de gato en la mano de Edu, soltó un bufido bajo y ofendido desde el suelo, claramente celosa de su nuevo rival inanimado.
Observé la escena, con el corazón latiendo con fuerza. Vi su gracia, su amabilidad, su encanto. Y lo entendí. El juramento que había hecho en el dojo no era solo sobre batallas y enemigos. Su definición de "fuerza" era esta: la capacidad de moverse a través del mundo no para destruirlo, sino para evitar que se rompiera. Proteger la belleza, ya fuera en la sonrisa de su hermana o en un frágil jarrón de porcelana. Y sentí una punzada de orgullo tan intensa que casi me hizo llorar. Pero bajo el orgullo, sentí un escalofrío de miedo. Porque comprendí que un hombre dispuesto a detener la caída de un jarrón, estaría dispuesto a detener la caída de un cielo. Y no sabía qué clase de precio se debía pagar por una fuerza como esa.
El orgullo que sentí por mi hermano en la plaza del ceramista era una calidez que se instaló en mi pecho, una pequeña brasa resplandeciente. Edu tenía esa cualidad: la capacidad de crear momentos de luz pura. Su encanto no era una simple herramienta, era una extensión de su amabilidad, y la gente respondía a él como las flores al sol. Sin embargo, no todos en nuestra familia apreciaban esa cualidad de la misma manera. Concretamente, una pequeña, celosa y muy decidida tirana de pelaje negro.
Mientras nos alejábamos del puesto, con Edu examinando la pequeña figura de cerámica con una sonrisa, pasamos por una floristería cuya fachada era una cascada de colores. Una joven de cabello castaño y ojos risueños estaba arreglando un ramo de lirios. Ella reconoció a Edu y le sonrió, haciendo una pequeña y tímida reverencia.
"Sus reflejos son tan asombrosos como cuentan las historias, joven maestro", dijo ella, su voz como el tintineo de campanillas.
Edu le devolvió la sonrisa, esa sonrisa fácil y deslumbrante que parecía reservar para el mundo entero. "Solo cuando hay algo hermoso que proteger".
Fue en ese preciso instante que el interruptor de la archienemiga cómica que vivía dentro de nuestra gata se activó. Zuzu, que hasta entonces caminaba tranquilamente, se lanzó al ataque con la calculada estrategia de un saboteador profesional. Primero, se enredó entre las piernas de Edu, casi haciéndolo tropezar. Luego, ignorando sus quejas, trepó por su espalda como si fuera un árbol y se sentó en su hombro, desde donde le lanzó a la florista una mirada asesina. Sus ojos, uno dorado como el sol y otro plateado como la luna, brillaban con una advertencia inequívoca.
La florista parpadeó, sorprendida y algo intimidada. "Oh... su gata es muy..."
"Una calamidad con patas y demasiado tiempo libre", terminó Edu, suspirando mientras Zuzu, para enfatizar, comenzaba a mordisquearle suavemente el lóbulo de la oreja. Intentó quitársela con cuidado, pero las garras de la gata se anclaron a la tela de su túnica con la tenacidad del acero. "No le haga caso, su único propósito en la vida es asegurarse de que yo nunca pueda tener una conversación tranquila".
Mi madre, Sakura, soltó una risita. "No te preocupes, hijo. La dignidad está sobrevalorada".
La florista se cubrió la boca para ocultar su propia risa. Mi hermano, el prodigio capaz de desarmar a dos guardaespaldas de élite, reducido a un juguete para su mascota. Tuve que darme la vuelta para que no viera mi propia sonrisa.
Dejamos atrás a la florista risueña y continuamos nuestro camino. Con Zuzu ahora cómodamente instalada sobre los hombros de Edu, lamiéndose una pata con aire de suficiencia, nuestro paseo nos llevó finalmente a la gran plaza, donde se erigía la Catedral de los Susurros Celestiales. A medida que nos acercábamos, el bullicio del mercado se desvaneció tras nosotros, reemplazado por un silencio que parecía pesar en los hombros. El aire se sentía más frío aquí, a la sombra de los muros de piedra cubiertos de gárgolas con forma de ángeles llorosos.
Fue entonces cuando mi padre se detuvo frente a la gran fachada. Su mano, grande y callosa, se posó sobre el hombro de Kenji, quien observaba con fascinación los grabados de las puertas.
"Kenji", dijo mi padre, su voz resonando con la acústica de la plaza. "Tus libros hablan de la Guerra del Alba. ¿Qué dicen del que la inició?".
Kenji, siempre listo, respondió al instante, señalando el gran vitral. "Hablan del Caído, padre. El Lucero del Alba. El primero de los Serafines, descrito como el pináculo de la creación, solo superado por la voluntad del Demiurgo, el Regente del Cielo".
"Correcto", asintió Ibuki. "Y, ¿por qué un ser tan perfecto se rebelaría?".
"La soberbia", respondió Kenji, citando casi de memoria. "Los pergaminos dicen que su corazón se llenó de orgullo y codició el Trono de la Creación".
Antes de que mi padre pudiera continuar, la voz de mi madre, suave pero cortante como un trozo de obsidiana, se unió a la conversación.
"Los libros lo llaman soberbia. Los sacerdotes lo llaman pecado", dijo madre, sus ojos violetas fijos en el vitral con una expresión cínica que yo conocía bien. "Yo lo llamo una excusa conveniente".
Kenji y yo nos giramos para mirarla, sorprendidos. Incluso mi padre le dedicó una mirada de soslayo.
Madre se encogió de hombros con elegancia. "Es la historia perfecta, ¿no creen? Un gran mal cósmico al que culpar de todo. Es fácil temer a un demonio legendario. Es más difícil admitir que la gente busca poder no por un orgullo divino, sino por razones mucho más... humanas. Miedo. Desesperación. Avaricia". Su mirada se agudizó. "La historia del Caído es la herramienta que el Demiurgo y la Iglesia usan para mantener a la gente mirando hacia el cielo, asustada de las sombras, en lugar de mirar a quienes realmente mueven los hilos aquí abajo".
Padre asintió lentamente, aceptando la perspectiva de su esposa. "Tu madre tiene razón en que la historia es utilizada con fines políticos. Pero eso no niega el origen de la amenaza, Kenji. La esencia del Caído, al caer, se hizo añicos. Y esos siete fragmentos, los Pecados, son reales. Son una influencia, un susurro que explota esas mismas debilidades humanas de las que habla vuestra madre".
Ahora lo entendía. Mi padre nos enseñaba la leyenda, la verdad mitológica. Mi madre nos enseñaba la realidad, la verdad política. Eran dos caras de la misma moneda.
Kenji procesaba la información, sus ojos parpadeando rápidamente. "Entonces... la leyenda es un evento real, pero su interpretación es una herramienta de control social. Fascinante".
Mientras ellos tres desentrañaban la historia y sus implicaciones, yo no podía apartar la vista del rostro del Caído en el vitral. Mi padre contó la leyenda, mi madre expuso la mentira... pero mi corazón seguía susurrando una verdad que ninguno de los dos había nombrado. Una verdad más simple y, a la vez, infinitamente más dolorosa.
Porque en el rostro de cristal del Caído, yo no veía la soberbia de un rey ni la excusa de un político.
Veía la infinita y desgarradora tristeza de un amante que había perdido su estrella.
Las palabras de mi padre en la plaza resonaron en mi interior durante todo el camino de regreso a la finca. "Un hombre se define por la fuente de la que elige beber". Era una frase que se sentía pesada, una llave a un conocimiento que yo apenas empezaba a vislumbrar. La luz dorada de la tarde se había disuelto en los tonos índigo y violeta del crepúsculo cuando finalmente encontré un momento de paz. O, más bien, cuando la paz nos encontró a nosotros.