Cherreads

Chapter 37 - Presagio Inverso

El Día de la Gracias Suprema se celebraba anualmente. Un evento marcado por la tradición, pero al que nunca habíamos asistido. Lo había mencionado antes, aunque no viene mal recordarlo: madre e Isolde siempre se opusieron. Nunca nos explicaron a padre y a mí el motivo de fondo, como si los detalles no fueran relevantes, como si su negativa bastara. Y, por su parte, padre acudía únicamente por obligación: debía velar por el rey, quien, según el protocolo, tenía que estar presente.

Yo, en cambio, no iba porque Isolde tampoco lo hacía. Era simple. Una cadena invisible de decisiones entrelazadas. Pero, curiosamente, este año sí asistiríamos. ¿Una anomalía? Tal vez. Podría atribuirlo al hecho de que, últimamente, Isolde había empezado a hablar de "amigos", como si eso fuera algo deseable. Una variable nueva. Una grieta en su estructura habitual. O tal vez, simplemente, sus gustos estaban mutando con la edad. Todo cuerpo cambia, y el alma no siempre resiste.

En cualquier caso, requería preparación. Aunque no en casa. La academia nos había asignado cuartos propios, lo suficientemente funcionales para evitar el constante ir y venir. Nos hospedábamos allí solo cuando la necesidad apremiaba. Sirvió como excusa. Como solución logística. No dormíamos allí, pero sí almacenábamos lo necesario. La ropa, por ejemplo. Y ahora, debíamos vestirnos.

También había otra razón. Pertenecíamos a la clase general.

¿Y eso que implica? Permíteme explicarlo, aunque no resulte especialmente interesante. En la academia existen tres categorías: la Clase de Pruebas, la Arcana y la General.

La Clase de Pruebas se enfoca en el combate físico. Forma Guardianes de Éter y Maestros del Velo. Son los que se alinean al frente en una guerra, los que sangran primero. Su formación es rudimentaria, práctica, cuerpo a cuerpo. Poco espacio para la teoría. Cero espacios para el error.

La Arcana, por el contrario, educa curanderos y especialistas en defensa mágica. Ellos no luchan: asisten. Son los que trabajan mientras los demás caen. Su preparación se fundamenta más en conocimiento que en resistencia.

Y luego está la Clase General. Nuestra clase. Se enseña todo, y a la vez, nada. Porque el conocimiento es más amplio, pero también más exigente. Las lecciones son rigurosas, los horarios implacables. Y el hospedaje es un beneficio necesario, no un lujo. Una condición estructural.

Todo esto, como dije, no es particularmente interesante. Pero había que saberlo. La teoría nos resultaba trivial gracias a las Escrituras de Paradoja. Avanzábamos con ventaja. Habíamos estudiado desde que teníamos uso de razón, o incluso antes. Tal vez porque, en mi caso, ya había vivido otra vida.

Me llevé un palillo a la boca. No por necesidad, sino por hábito. Simulaba ser un cigarro, un eco de lo que solía ser. En esta vida aún era un niño. Fumar no era una opción. Pero más adelante... quizás. Las viejas adicciones duermen, pero no desaparecen.

—¿Comer o beber? —pregunté sin emoción aparente, dejando que las palabras se perdieran en el aire como un susurro olvidado.

—¿Qué? —Isolde me miró desconcertada—. ¿De qué hablas?

—¿Prefieres comer o beber?

—Ah... no lo sé. ¿Tienes dinero?

La pregunta era válida. Y la respuesta, incómoda. No tenía mucho. Y madre no estaba para resolver nuestras carencias momentáneas. Pregunté por cortesía, pero la prioridad era que ella tuviera algo en el estómago. Mi hambre podía esperar. O desaparecer.

—Mm... cien florines —respondí, sacando el billete de mi abrigo. Era una suma minúscula, pero suficiente para un panqueque y una botella de agua. Incluso sobraría algo para una o dos atracciones.

—Pero eso no será suficiente para los dos. ¿No deberíamos ir con madre y pedirle un poco más?

—Ir y volver tomaría demasiado tiempo. No es una opción viable, si soy sincero, Issy.

Ella no respondió de inmediato. Se quedó pensativa, ajustándose el abrigo. Luego se dirigió al guardarropa. Sacó dos sombreros: uno con pluma, el otro más sobrio. Me entregó el segundo sin decir palabra.

—Podríamos compartir la comida —dijo finalmente.

Tomé el sombrero y me lo puse con un leve asentimiento.

—¿Segura?

—No me molesta. Mientras sea contigo, hermano, no me importa en absoluto.

Sonreí.

—Bien. ¿Estás lista?

—Sí.

—Entonces vamos antes de que anochezca.

Me acerqué a la puerta. La abrí. La nieve caía lentamente, como si el cielo estuviera desangrándose en silencio. Me detuve. Algo no estaba bien. En la blancura del suelo distinguí manchas rojas. Sangre.

Parpadeé. Desaparecieron.

Ilusión, quizás. O advertencia.

—¿Pasa algo? —preguntó Isolde desde atrás.

—Nada. Un mareo sin importancia. Vamos.

—Okay...

Caminamos. Pero el malestar persistía. Un estremecimiento interior, una inquietud clavada bajo la piel. Algo se acercaba. Algo que no podía identificar, pero que mi instinto —ese sentido que sobrevivía entre vidas— reconocía con claridad.

Elegí ignorarlo. Por ahora.

El día estaba planeado. Las formalidades con Isolde eran importantes. Una promesa silenciosa, una tregua entre lo que soy... y lo que alguna vez fui.

Íbamos a disfrutar lo que quedaba del día.

---

Ya podía escuchar la música en la distancia. Llevábamos apenas unos minutos desde que salimos de la academia, pero en ese lapso no habíamos visto rastro alguno de Gareth ni de Leonard. Asumí que ya estaban en el centro del evento. Era lo más lógico… y también lo más inquietante.

La nieve caía con una tranquilidad sospechosa, como si el cielo supiera algo que yo ignoraba. Era un silencio denso, casi ominoso. Demasiado melancólico para un simple festival. Algo en mi interior —ese instinto que a veces parece más antiguo que yo mismo— me gritaba que prestara atención. No sabía por qué aún sentía ese miedo, pero decidí ignorarlo. Quería centrarme en Isolde. Quería darle tiempo, aunque fuera robado. La academia y sus clases exigen una atención constante, no por el conocimiento, sino por el teatro de normalidad que uno debe sostener para sobrevivir.

A veces, la anciana Floiyo deja escapar fragmentos interesantes sobre el uso de la magia. Siempre velados, como si nos estuviera probando. Sin embargo, jamás ha mencionado nada sobre el Syrix. Un silencio demasiado específico como para ser casual. Consideré preguntarle, muchas veces. Pero siempre retrocedía. Mi mente, cruel y lógica, planteaba escenarios: ¿Y si era una rama prohibida? ¿Un tabú que no debía tocarse? ¿Y si hablar de ello me convertía en sospechoso? ¿Y si me ejecutaban por parecer… anómalo?

Ese tipo de pensamiento termina por asfixiar cualquier curiosidad. Pero la duda permanece. Persistente. Viva. Tarde o temprano descubrirían que yo era capaz de usar dos tipos de fuente mágica. No hay disfraz eterno. Mi maná es inestable. Irregular. Distinto. ¿Será porque no pertenezco a este mundo? ¿Y si esa inestabilidad no es un error, sino una señal?

Isolde no sufre de ese problema. Su flujo de maná es estable, puro, sin las fisuras que me aquejan. Pero tiene sueños… sueños que no encajan con esta vida. Otra anomalía. Otra coincidencia.

Además, tiene otra ventaja clara: su capacidad mágica es superior. El volumen de su maná excede con creces el mío. No me molesta. No es envidia. Pero sí me coloca en desventaja. Una que se hizo evidente en la prueba de fuego con Reginald. Yo tuve que emplear maná a la fuerza, sin estabilizarlo. Las quemaduras que recibí fueron más graves que las de Isolde. Demasiado graves.

Y, sin embargo… se curaron.

Solas.

Eso me inquieta más que el daño en sí. ¿Qué es exactamente este cuerpo? ¿Y esta alma? ¿Hasta qué punto soy… yo?

Mis pensamientos se deshicieron en el instante en que algo tiró de mi abrigo. Giré con reflejos entrenados por la paranoia y me encontré con la mano de Isolde. Al frente, una carreta pasó peligrosamente cerca. Si ella no me hubiera jalado, probablemente no estaría escribiendo esto. O al menos, no entero.

—Gracias… y perdón —murmuré, con la mirada fija en la nieve. Había sangre otra vez. ¿Era mía? ¿Era de antes? ¿O solo mi mente jugándome más trucos?

—¿Estás bien? ¿No te lastimaste? —preguntó Isolde, arrancándome de nuevo de la bruma. Aunque… más que una bruma, era una advertencia. Una que ignoraba por terquedad.

—Sí… no… quiero decir, estoy bien. Gracias a ti —las palabras se enredaban solas. Algo estaba por ocurrir. Lo sabía. Pero no lo entendía. Ni lo podía evitar—. Será mejor que sigamos.

—¿Estás seguro? Si quieres podemos regresar…

—Está bien. Quiero pasar tiempo contigo.

—¿Más? Siempre estamos juntos.

—No es lo mismo. Vamos a un evento del reino. Quiero guardar esta experiencia.

—Entiendo… Bien. Sigamos entonces. Pero si te vuelves a sentir así, volvemos, ¿de acuerdo?

—Entendido. Total, y absolutamente comprendido, mi señora.

—Jajaja. Déjate de payasadas.

Sonreí, pero no se sintió natural. Continuamos caminando. Yo intentaba ignorar esa incomodidad, esa sensación de amenaza persistente. Pero no podía. Se pegaba a mí como un espectro invisible, susurrándome al oído.

Avancé, desoyendo a mis propios sentidos. Terquedad. Nostalgia. Necesitaba sentir algo cálido. Algo que me hiciera pensar que esta vida podía ser normal. Que no todo estaba teñido por el horror.

Tal vez por eso fui al festival.

Una vez allí, en el parque central donde suelen celebrarse este tipo de eventos, comenzamos a caminar de puesto en puesto. Buscando a Gareth y Leonard. No aparecían. Lo cual era, francamente, sospechoso.

—¿Y si nos perdimos? —preguntó Isolde, reajustando la pluma de su sombrero.

—Sería bastante humillante perdernos en un parque que conocemos como la palma de la mano, ¿no crees?

Ella sonrió con resignación.

—Tienes razón —suspiró, cansada de esperar—. ¿Por qué no estarán?

—Probablemente se retrasaron.

—¿Ellos? ¿Retrasarse?

—Siempre hay una primera vez.

—Buen punto… aunque sigue siendo molesto esperar.

—¿Esperar… a quién?

Una voz se deslizó entre nosotros. Me giré y me encontré con Alicia. Vestía de oscuro. Ojos, cabello, expresión… todo en ella gritaba algo que no quería oír. Se acercó y me tomó de la mano.

La retiré de inmediato. No por descortesía, sino por reflejo. Ya estaba demasiado alerta. Aun así, se sintió grosero.

—¡Oye~! Qué rudo eres, ¿por qué me quitas la mano así? —protestó, antes de volver a tomarme con más fuerza. Como si eso fuera un juego.

Isolde se interpuso. No lo dudó ni un segundo. Separó a Alicia con la misma facilidad con la que uno arranca una hoja suelta de un libro.

—¿Qué haces? —preguntó con frialdad—. ¿Sabes que aún somos niños?

—Jajaja, ¿y eso qué? No hay una regla que diga que no se puede tomar la mano de alguien. Además, es solo de amistad… ¿cierto, Lucy?

No respondí. Ni siquiera la miré. Fue entonces cuando los vi. Dos figuras a lo lejos. Leonard y Gareth.

Ambos vestían de negro. Leonard con su ballesta al hombro. Gareth… Gareth tenía algo distinto. Mismo traje, pero de mejor calidad. Y además de su rifle, portaba una pistola y una escopeta.

Yo sabía lo que eso significaba.

Miré bajo mi abrigo. No tenía mi arma. La anciana Floiyo había insistido: debíamos acostumbrarnos a llevarlas siempre. Por precaución. Por supervivencia. Yo lo había olvidado. Isolde, también.

Gareth y Leonard se acercaron. Gareth me entregó mi pistola, y yo la acepté con una ligera inclinación de cabeza.

—Trata de no olvidarla la próxima vez, Lucius —comentó con una sonrisa despreocupada.

—Gracias, Gareth.

—Jajaja. Ya te lo dije cientos de veces, pero va de nuevo: para eso son los amigos.

Sus palabras pretendían ser cálidas, pero no eran más que un ritual aprendido. Me pregunté si incluso él sabía cuán automático se había vuelto esa frase.

Gareth se dirigió hacia Isolde, que seguía enfrascada en una discusión con Alicia. Yo miré a Leonard.

—¿Nos esperaron mucho? —preguntó, con la misma indiferencia que vestía a diario, como una armadura impenetrable.

—No en realidad. Llegamos hace cinco minutos, a lo mucho. ¿Por qué llegaron tarde? Suelen ser más exactos que un reloj de bolsillo bien mantenido.

—Gareth tuvo un pequeño percance con su ropa. No puede funcionar si no tiene cada pliegue en su sitio.

—Se le llama elegancia, mono Leonard —replicó Gareth, apareciendo a mis espaldas con una puntualidad ensayada. Reposó el brazo en mi hombro como si el gesto fuera casual. No lo era. Nada lo es en él.

—Opino que deberías preocuparte más por peinarte esa melena antes que por vestirte como un maniquí maldito.

—Vamos, chicos, no peleen por tonterías —intervino Isolde.

—Isolde tiene razón. No importa quién tenga razón; lo importante es la opinión propia —añadió Alicia, colocándose junto a ella. Luego se giró hacia mí—. Pero debo admitir que el que se ve mejor es Lucy. Ese abrigo te queda bien.

Se acercó con una sonrisa demasiado amplia, y acomodó el cuello de mi abrigo con un gesto que pretendía intimidad. No me aparté. No por falta de deseo, sino por estrategia. A veces, moverse da más información que quedarse quieto.

Fue Isolde quien la jaló de un tirón. Pude ver la tensión en su rostro. Una vena hinchada palpitaba en su frente.

—¿Por qué se porta así contigo? —susurró Gareth a mi oído, escondiéndonos bajo el pliegue de su chaqueta. Leonard se inclinó también, como si la curiosidad venciera a su apatía.

Sabía la respuesta. Siempre la supe. Y aunque no quería compartirla, no mentiría. No a ellos.

—Atracción, quiero suponer. No es la primera vez. En la academia también era así... Aunque resulta incómodo.

—Vamos, hombre. Es la princesa. ¿No crees que al menos deberías darle una oportunidad?

—¿Oportunidad de qué? Tenemos doce años... Y, además, hice una promesa.

—¿Promesa?

La Vigilia de los Caídos. Un recuerdo tan remoto como indeleble. Éramos más pequeños entonces, pero las palabras dichas en momentos de pérdida pesan más que muchas juradas en paz.

Además, el amor es una ecuación que aún no estoy dispuesto a resolver. No a esta edad. No con esta mente.

Evadí la conversación con una tos breve y me acerqué a Isolde.

—¿Por qué no pasamos ya al momento de explorar el lugar?

La tomé del brazo, alejándola de Alicia. Ella se aferró a mí con más fuerza de la necesaria. Empezamos a caminar entre los puestos, uno tras otro, sin comprar nada.

No teníamos dinero, y más allá de eso, no teníamos intención de pedirlo. ¿Podíamos hacerlo? Por supuesto. Pero no debíamos. En este mundo, pedir dinero prestado no es un acto de humildad: es una afrenta. Rechazarlo, incluso si te lo ofrecen, es un gesto de educación básica.

Aun así, Isolde y yo sabíamos encontrar la diversión en los márgenes. Su sola presencia me bastaba para sentir una tibieza que apenas recordaba de mi vida anterior.

Cuando Alicia se acercaba demasiado, Isolde se interponía de inmediato. Ese pequeño gesto me resultaba... entretenido.

Hablaba con Gareth y Leonard sobre teoría, y cada palabra intercambiada me parecía valiosa. En mi vida anterior, las conversaciones eran armas: contratos, chantajes, informes. No había lugar para el gusto, solo para la utilidad.

Y si alguna vez llegué a hablar de lo que me apasionaba —matar, calcular, eliminar—, no era con amigos. Era conmigo mismo.

Ahora tenía algo que nunca tuve: una hermana a la que amaba, amigos que me aceptaban sin asco, y un rostro que no inspiraba rechazo.

Me cuidaba de sonreír, por costumbre. Pero por dentro, era feliz. Una calidez insólita que deseaba mantener, preservar, proteger.

Pero la felicidad no es un refugio. Es un espejismo.

El suelo tembló bajo nuestros pies. Un retumbo sordo recorrió el terreno. Los Centinelas del Reino comenzaron a moverse, abandonando la quietud de sus puestos. Los Maestros del Velo descendieron de los techos. Los Guardianes del Éter se arrastraron desde las sombras.

Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Un escalofrío se instaló en mi espalda. El peligro era palpable.

—¿Q-qué fue eso? —preguntó Gareth, deteniéndose con la banderilla a medio camino de su boca.

Miré a mi alrededor. Nada. Luego un segundo temblor, más violento. Los puestos cayeron como castillos de papel.

—Eh... Chicos... —La voz de Leonard nos guio al sur. Lo seguimos con la mirada. No había nada. O, quizás, demasiado: una oscuridad imposible—. ¿Por qué todo se volvió oscuro de repente? ¿Y el sol rojo...?

Ignoré la oscuridad. Me giré hacia las casas. Los Maestros del Velo estaban nerviosos. Los Guardianes del Éter también. Todos lo estaban. Incluso los que nunca lo demostraban.

Un guardia se acercó. No a mí, sino a Alicia. Respiraba con dificultad.

—¡Princesa, tenemos que irnos!

—¿Qué? ¿Qué sucede?

—¡No hay tiempo! El rey la está buscando. Ustedes, niños, vengan. El maestro Elías me encargó llevarlos con él.

—Pero ¿qué...?

Alicia intentó replicar, pero no podíamos perder tiempo en explicaciones. No en ese momento.

—Guíenos —dije con voz firme, tomando la mano de Isolde. El guardia empezó a correr, y nosotros lo seguimos. Todos. Como piezas arrastradas por una jugada que ya no nos pertenecía.

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