En lo profundo de la Mina Lunar, una risa siniestra se escuchaba entre las rocas. Un joven y un cuervo reían frente a una montaña de cristales de maná.
Arthur miró aquella fortuna y, con una sonrisa de oreja a oreja, dijo:
—Viejo Lich, parece que somos ricos.
El Lich asintió con un leve movimiento de su cabeza cubierta de plumas negras, sus ojos siniestros centelleando en la penumbra, y respondió:
—Con esto podríamos comprar artefactos malditos de tortura… y la mejor tinta para escribir poemas.
Arthur ignoró esa última parte. Ya estaba acostumbrado. Caminó hacia el montón de cristales y empezó a guardarlos en su bolsa sin fondo. Eran cristales de maná puro, mucho más valiosos que las piedras mágicas de nivel 3. Mientras estas últimas valían entre cinco y veinte monedas de oro cada una, estos cristales podían alcanzar las treinta monedas por unidad… y allí había más de cien.
—Los idiotas del gremio se llevaron el cadáver del dragón creyendo que era el mayor botín —se burló el Lich—. ¡Ka-ka-ka!
Arthur sintió una leve punzada de culpa, pero la ignoró. No era su deber corregir a los demás. Y tampoco era estúpido. No revelaría que el verdadero tesoro había estado escondido.
Cuando terminó de guardar los cristales, revisó la cueva una vez más y encontró algunos yacimientos menores de piedras mágicas. Luego, se preparó para salir.
—¿Y ahora cómo salimos sin levantar sospechas? —preguntó a su compañero.
El Lich le entregó otro sello, similar al que usaron antes.
—Solo úsalo al salir. Mientras estés dentro del radio mágico de la mina, el denso maná del aire ocultará tu presencia. Pero si te alejas demasiado, cualquiera que sepa sentir el flujo de maná podría notarte.
Arthur asintió. Activó el sello y su figura se volvió translúcida. Atravesó los túneles rápidamente. Las bestias no parecían detectarlo, y cuando salió al exterior, el sol ya comenzaba a ocultarse.
El viento rugía como un lobo hambriento, y la nieve cubría sus huellas como si el mundo quisiera borrar su existencia.
No vio al grupo de aventureros con los que había luchado. Solo quedaban unos pocos, vigilando la entrada de la mina. El viento era feroz y la nieve volvía a caer con fuerza.
Arthur invocó al gólem. Junto al Lich, se alejaron un poco para acampar. El viento era tan intenso que casi se llevó su carpa. Pero el Lich dio una orden al gólem, que se acurrucó formando una especie de pequeña cueva de piedra. Allí, Arthur pudo montar su tienda y preparar la cena.
El gólem resultó ser más útil de lo que había imaginado: era montura, casa portátil y muro contra las tormentas.
El Lich, por su parte, estaba sentado en un rincón. Había tomado su forma esquelética y escribía en un escritorio que apareció de la nada, recitando de vez en cuando poesías espeluznantes. Cada verso parecía un conjuro para mantenerlo cuerdo.
Arthur se puso a cocinar. El agua del caldero hervía, y él echó vegetales y carne de guiverno. También pensó que debía comprar provisiones y vender los cristales. Sabía que no debía absorberlos: usar tanto maná solo provocaría que su núcleo colapsara.
El Lich ya le había advertido: abusar de las pociones y sobrecargar el cuerpo solo haría que estas dejaran de surtir efecto.
Vendería los cristales en Trimbel, una ciudad más grande donde no levantaría sospechas y obtendría mejor precio.
Después de comer, se arropó con su manta caliente y se dispuso a dormir. El Lich, como siempre, se quedó escribiendo.
A la mañana siguiente, el cielo estaba despejado. Solo la nieve en el suelo quedaba como rastro de la tormenta nocturna.Arthur desarmó el campamento y, dejando atrás al gólem y al Lich, se dirigió solo hacia el pueblo. Sin embargo, a medida que avanzaba, su buen ánimo comenzó a desvanecerse.
Los cuerpos congelados en las calles eran más numerosos que el día anterior. Algunos eran ancianos. Otros, jóvenes. Y en una esquina, se detuvo de golpe.
Una mujer y su bebé… congelados.
Sintió cómo la rabia, la pena y la impotencia se mezclaban en su pecho. Sus puños se apretaron tanto que casi sangraron.
Anoche dormía protegido por un gólem, mientras otros morían congelados al abrigo de la nada.
¿Por qué este mundo es tan cruel?, pensó.
Aunque tenía el dinero, aunque quería ayudar, sabía que aún no era nadie. Era solo un aventurero de rango plata. Apenas podía protegerse a sí mismo. Y vivía con el temor constante de que el Lich descubriera su farsa y lo eliminara.
Con la cabeza cargada de pensamientos, llegó al gremio. Al entrar, intentó serenarse. Pero los murmullos lo golpearon como dagas.
—Ahí está el mocoso del cuervo.
—La última vez intimidó a la recepcionista.
—Ese maldito… debería darle una paliza.
Los ignoró. Caminó hasta el mostrador, donde lo atendía Marina.
—Hola. Vengo a entregar dos misiones.
—Hola —respondió ella con una sonrisa profesional—. Muéstrame los encargos.
Arthur sacó los documentos. Marina los revisó.
—Murciélagos de tres patas y cangrejos de cristal. ¿Tienes las partes requeridas?
Arthur asintió y puso los materiales sobre el mostrador. Ella los examinó y le entregó cien monedas de plata.
—¿Quieres ver otras misiones?
—No, gracias —dijo Arthur, y se giró para marcharse.
—¡Joven Arthur! —lo llamó una voz.
Se volvió. Era Friana, la mujer amazona. Estaba sentada con un grupo en una mesa.
Se levantó y se acercó a él.
—Hola. Perdona, no te había dicho mi nombre. Soy Friana.
—Mucho gusto… —respondió él con una leve reverencia.
—Como ayer desapareciste, pensé que te habías ido del pueblo. Ya estaba pensando en cómo gastar tu dinero en bebida. ¡Ja, ja, ja!
—Ayer tuve un asunto urgente que atender. Estaba pensando en irme hoy —respondió Arthur.
—Ya entregamos el dragón al gremio. Como era una misión oficial, se lo quedaron. Pero nos dieron una parte… y algo de dinero. Esto es lo tuyo.
Le entregó una bolsa de monedas y otra con escamas de cuarzo.
—Cincuenta monedas de oro. Y algunas escamas del dragón.
Arthur tomó la bolsa y la guardó. Si hubiera sido antes, habría saltado de alegría… pero ahora tenía cien cristales de maná guardados en su bolsa.
—¿No pareces contento? —preguntó ella con una sonrisa—. ¿Querías más?
—¡No, no! —se apresuró a decir—. Estoy muy agradecido. Es solo que…
En ese momento, un hombre corpulento, desde otra mesa, se levantó y gritó:
—Señorita Friana, no debería involucrarse con ese mocoso. Solo causa problemas en el gremio. Intimidó al personal. No respeta a nadie.
—¡Sí! —gritaron otros—. ¡Es un rebelde! ¡Una molestia!
Insultos y gritos llovieron como una tormenta.
Entonces Friana alzó la voz:
—¡Cállense, malditos bastardos! ¡Me están rompiendo los oídos!
El silencio cayó como un martillo.
—Con quién me involucro es asunto mío —dijo, mirando con severidad al corpulento—. En mi opinión, el joven Arthur es más aventurero que todos ustedes juntos. Al menos, él no se esconde como una rata.
Recorrió el salón con la mirada. Su presencia heló el aire.
—Ya lo saben: es mi amigo. Y si alguien intenta algo… le romperé los huesos.
Nadie se atrevió a decir una palabra. Cualquiera podría haberlo dicho sin que importara… pero quien lo dijo fue Friana, la aventurera adamantita más fuerte de ese lugar.
Friana miró a Arthur con una sonrisa.
—Bueno, joven. En unos días me iré del pueblo. Aprovecha para irte mientras estoy aquí, así nadie te molestará. Y si nos volvemos a ver… me debes una cerveza.
Se alejó con paso firme. Arthur la miró con respeto. Su figura heroica se grabó en su memoria.
Salió del gremio con renovada determinación. Solo le quedaba una parada más: la herrería. Después de eso, su camino lo llevaría hacia la ciudad de Trimbel.
Y en su mente, ya empezaban a formarse las preguntas: ¿qué secretos guardaría Trimbel? ¿Y quiénes lo estarían esperando?
Fin del capítulo.