Cherreads

Chapter 2 - CAPITULO 2

El eco de la palabra "pacto" resonó en la vasta oscuridad del almacén mucho después de que Dante la pronunciara. No había sido una pregunta, sino una declaración, un sello inquebrantable a mi nuevo destino. Mi corazón, que había latido con furia desbocada minutos antes, ahora se sentía extrañamente calmado, como si hubiera aceptado su propia sentencia.

Dante me observaba, sus ojos oscuros dos abismos que parecían devorar la poca luz. La sonrisa apenas perceptible había desaparecido, reemplazada por una expresión indescifrable. La tensión en el aire no disminuyó; de hecho, se hizo más densa, cargada con una electricidad que no era miedo, sino algo más primario, más peligroso.

"Mañana por la mañana," su voz rompió el silencio, más baja que antes, casi un murmullo que se extendía por el espacio, "uno de mis hombres pasará por ti. Te llevará al lugar donde trabajarás. Te darán las instrucciones. Y no." Se detuvo, su mirada se clavó en la mía con una intensidad que me hizo tragar saliva. "No intentes nada estúpido, Isolda."

No era una amenaza, sino un hecho. Una verdad inmutable que sentía hasta la médula. Asentí, incapaz de articular palabra, consciente del control absoluto que ejercía sobre mí. Su poder no era solo físico; era una autoridad silenciosa que se filtraba en cada rincón de mi ser.

Se giró lentamente, su silueta alargándose y fundiéndose con las sombras a medida que se alejaba. La puerta de metal volvió a chirriar, y el sonido se perdió en la llovizna exterior. Me quedé sola en el almacén, el olor a humedad y a su colonia aún flotando en el aire, una presencia fantasmal que me recordaba la promesa hecha.

La noche que siguió fue un borrón de insomnio. Cada crujido de mi viejo colchón, cada gota de lluvia contra la ventana, amplificaba el eco de sus palabras. Me sentía como una marioneta a la que le habían tensado los hilos, lista para moverse al compás de un director invisible.

Al amanecer, el cielo era de un gris plomizo, un reflejo perfecto de mi ánimo. Me vestí con la ropa más discreta que tenía: jeans oscuros, una camiseta sencilla y una chaqueta que apenas me protegía del frío persistente. No tenía nada que llevar, solo mi bolso viejo con lo esencial. Mi vida se había reducido a lo básico, y ahora, ni siquiera eso me pertenecía por completo.

A las ocho en punto, un coche oscuro se detuvo frente al destartalado edificio donde vivía. Era un sedán de lujo, con cristales tintados que ocultaban a su ocupante. Un hombre corpulento y con el rostro adusto bajó del asiento del conductor. No me dijo nada, solo me hizo un gesto con la cabeza para que subiera al asiento trasero. Me senté, la tapicería de cuero sintiéndose extrañamente suave bajo mis dedos.

El viaje fue silencioso. El hombre conducía con una precisión casi robótica, navegando por las calles mojadas con una familiaridad inquietante. Observaba el paisaje urbano desvanecerse, los edificios viejos dando paso a zonas más modernas y residenciales, hasta que finalmente entramos en un barrio de casas grandes y discretas, protegidas por muros altos y cámaras de seguridad.

El coche se detuvo frente a una de ellas. No era una mansión ostentosa, sino una propiedad elegantemente sobria, con un jardín impecable y una fachada que exhalaba una tranquilidad engañosa. La puerta principal se abrió antes de que el conductor apagara el motor, revelando a una mujer de mediana edad, con el cabello recogido en un moño estricto y una expresión que no invitaba a la calidez.

Bajé del coche, mis piernas sintiéndose extrañamente débiles. El hombre me hizo otra seña para que la siguiera. Entré a la casa, el silencio era casi reverente, solo roto por el suave murmullo de una fuente en el jardín interior. La mujer no me sonrió ni me ofreció ninguna palabra de bienvenida. Simplemente me guio por un pasillo largo, con paredes cubiertas de cuadros abstractos y un suelo de mármol pulido.

Finalmente, se detuvo frente a una puerta de madera maciza. La abrió y me hizo un gesto para que entrara. El interior era una oficina, elegante y austera. Una gran mesa de caoba dominaba el centro de la habitación, con una pila de documentos cuidadosamente organizados y un ordenador apagado. Frente a ella, una silla ejecutiva giratoria estaba de espaldas.

Y luego, la silla se giró.

Era Dante. No el fantasma de la noche anterior, sino un hombre tangible, vestido con una camisa oscura de seda que acentuaba la anchura de sus hombros. Sus rasgos, ahora completamente visibles bajo la luz de la oficina, eran aún más impactantes de lo que había imaginado. Un corte limpio en la mandíbula, pómulos marcados y una boca que, aunque no sonreía, tenía una curva que sugería una promesa de peligro. Pero eran sus ojos los que lo dominaban todo: profundos, penetrantes, de un color tan oscuro que casi no se distinguía el iris de la pupila, capaces de desnudar cualquier pretensión.

Me observó, su mirada recorriendo cada detalle de mi persona, desde la punta de mis pies hasta la raíz de mi cabello. No había calidez, solo una evaluación fría y calculada. La mujer se había retirado en silencio, dejándonos solos en la habitación, la puerta cerrada a nuestras espaldas.

El corazón me dio un vuelco, no de miedo esta vez, sino de una extraña e innegable atracción. Era el depredador en su territorio, y yo, su nueva adquisición. Sentí una punzada de pánico, pero también una curiosidad morbosa, un deseo de entender la oscuridad que emanaba de él.

Dante se levantó, moviéndose con una gracia felina que desmentía su imponente figura. Rodeó la mesa, sus pasos suaves sobre la alfombra. Se detuvo a poca distancia de mí, su aliento cálido rozando mi rostro. El olor a su colonia era más intenso aquí, mezclado con un aroma sutil a cuero y algo más, algo salvaje y primario que me erizó los sentidos.

"Bienvenida, Isolda," dijo su voz, ahora más cercana, una vibración profunda que resonó en mi pecho. Había un matiz de posesión en su tono, una declaración sutil de que ahora, yo le pertenecía.

Mi garganta se secó. "Gracias, Dante," logré murmurar, la voz apenas un susurro.

Él levantó una mano, sus dedos largos y fuertes, y rozó mi mejilla, un toque tan ligero que apenas lo sentí, pero que envió un escalofrío por mi espina dorsal. No era una caricia, sino una marca, una posesión.

"Aquí," dijo, sus ojos fijos en los míos, "aprenderás lo que significa la lealtad. Y lo que sucede cuando se rompe un pacto."

La amenaza estaba implícita, pero su mirada no era de rabia, sino de una calma aterradora. En ese momento, entendí que mi vida no solo había cambiado, sino que había sido redefinida. Estaba en la jaula del león, y el juego apenas había comenzado.

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