En la madrugada del sexto día, miles de personas en distintas ciudades recibieron al mismo tiempo un mensaje urgente en sus teléfonos móviles.
El texto, breve pero contundente, no dejaba lugar a dudas:
"Debido a la alta contagiosidad del virus, el gobierno ha decidido cerrar temporalmente las ciudades para evitar una propagación mayor entre regiones.A partir de este momento, todos los vuelos, trenes y transportes de pasajeros quedan suspendidos.Se prohíbe estrictamente el funcionamiento de locales de ocio, centros comerciales y otros espacios de aglomeración.Los restaurantes solo podrán operar mediante entrega a domicilio.Si la cifra de infectados continúa en aumento, se procederá al cierre total del país."
Mientras las personas leían el mensaje aún aturdidas por el sueño, algunas recordaron con inquietud las imágenes de la noche anterior: camiones militares atravesando las avenidas, soldados armados desplegándose con precisión en diferentes puntos de la ciudad, controles improvisados levantándose a la velocidad del rayo.
Ahora todo encajaba.
Los militares habían sido enviados a bloquear los accesos, a instalar retenes en carreteras y autopistas principales, a impedir la salida de vehículos nacionales y la entrada de foráneos.
Era oficial: la cuarentena nacional había comenzado.
Y aunque para muchos la palabra "cuarentena" aún sonaba como una medida sanitaria temporal, Chen Fei sabía que no era así.
Esto no era una simple emergencia.
Era el principio del fin del orden conocido.
La difusión de la noticia causó un temblor colectivo. Aquellos que hasta ayer ignoraban la amenaza, hoy comenzaban a inquietarse. El rumor de que se debía acaparar provisiones, que antes parecía una exageración de unos pocos paranoicos, se extendió como una mancha de aceite por la red.
Chen Fei lo sabía con certeza: los supermercados, en cuestión de horas, se convertirían en focos de caos, llenos de gente desesperada. Un hervidero de empujones, gritos y peleas por el último saco de arroz.
Las cifras no mentían. Ayer apenas se habían confirmado unos cientos de casos en la ciudad de Zhongnan. Hoy, ese número se había multiplicado por diez. Los hospitales estaban abarrotados, incapaces de recibir a más pacientes. El miedo comenzaba a tomar forma concreta, con rostro, nombre y síntomas.
Media hora después, a Chen Fei le llegó una notificación oficial del cierre de la escuela. Las autoridades ordenaban a todos los estudiantes que permanecieran dentro del campus. Solo un alumno por dormitorio podía salir brevemente para recoger alimentos. Aquellos que vivían fuera no podían ingresar.
En paralelo, los trabajadores de oficina —como Nangong Jin— recibieron un mensaje directo de sus gerentes: "Fuera de servicio hasta nuevo aviso".
El rostro de Nangong Jin se tornó serio. De inmediato, su mente hiló todos los indicios: el comportamiento extraño de Chen Fei, las compras desmedidas, las proviciones apiladas sin sentido.
Sin pensarlo dos veces, entró de golpe en su habitación, lo tomó del brazo con fuerza y lo lanzó de nuevo a la cama.
Chen Fei, con el móvil en la mano, la miró con sorpresa y nerviosismo.
—¿Chen Fei, qué sabes? —dijo ella, sin rastro de su tono juguetón habitual.
—¡Oye, oye, hermana Jin! ¡Suéltame! ¡No tengo ropa! ¡Podemos hablar, pero no me ataques así! —protestó él, mientras se envolvía torpemente en la colcha y se acurrucaba contra la cabecera, como si eso lo protegiera de su inquisidora mirada.
Nangong Jin lo observó en silencio. Su expresión no dejaba lugar a bromas. Estaba convencida: Chen Fei sabía algo importante. Más de lo que había dicho. Y probablemente, más de lo que debería saber un estudiante común y corriente.
—¡Hermana Jin! —suspiró él al fin—. Te juro que sí... sé algo. Pero si te lo cuento, quizás no me creas...
Ella frunció el ceño. El silencio entre los dos se llenó de tensión. Ya no era solo una sospecha. Era una certeza inquietante.
—Hermana Jin... —comenzó Chen Fei, con una seriedad inusual—. Este virus no es tan simple como lo están haciendo parecer. Mañana... mañana se descontrolará por completo. Y los pacientes que mueran por su causa... se convertirán en zombis. Sí, como en las películas de ciencia ficción. Suena ridículo, lo sé, pero es cierto.
Nangong Jin lo miró fijamente. Sus labios, a medio abrir, no lograban articular una respuesta.
—Para serte honesto —prosiguió Chen Fei, sin esperar reacción—, hipotecé la casa. Todo lo que recibí a cambio lo invertí en materiales de defensa personal y suministros.
Tras una breve vacilación, Chen Fei decidió contarle parte de la verdad. De todos modos, el séptimo día estaba por llegar, y pronto otros empezarían a darse cuenta. Aun así, no esperaba que Nangong Jin le creyera. Lo que decía era simplemente... demasiado. Demasiado como para ser real.
Los ojos de Nangong Jin, brillantes y agudos, no dejaban de escrutarlo. Conocía a Chen Fei lo suficiente para saber cuándo mentía: su mirada siempre se desviaba hacia arriba, como si tratara de escapar de su propia conciencia. Pero esta vez... no. Esta vez estaba completamente tranquilo.
No mentía.
Aun así, aunque reconocía que decía la verdad, aceptarla era otro asunto. Su mente, racional y lógica, no podía digerir esa locura de golpe.
Sin pronunciar una palabra más, Nangong Jin se giró y salió de la habitación. Su figura desapareció por el pasillo, dejando tras de sí un silencio denso.
Chen Fei suspiró con impotencia. Estaba solo. No tenía padres, ni parientes cercanos, ni a quién aferrarse. En cambio, Nangong Jin y Mu Meiqing... tenían familia, padres vivos, gente que dependía de ellas. Él no podía culparlas por no creerle.
En ese momento, su móvil vibró. Era una llamada del dueño del taller donde habían modificado el coche. Solo quería recordarle que podía pasar a recogerlo y pagar el saldo pendiente.
Una pequeña buena noticia, pensó Chen Fei. Al menos con el coche en sus manos, tendría una oportunidad más de sobrevivir.
Poco después, salió de casa, tomó un taxi sin complicaciones —a pesar del ambiente extraño que se respiraba en las calles— y subió al vehículo.
Entonces, justo cuando se acomodaba en el asiento trasero, recibió otra llamada, esta vez de un número desconocido.
Frunció el ceño, pero respondió de todos modos.
—¿Hola?
Del otro lado, una voz cortés pero tensa le respondió:
—Disculpe... ¿Es usted el señor Chen Fei?
—Sí, soy yo. ¿Quién llama? ¿Pasa algo?
Su corazón latía con fuerza. Esa voz, esa ansiedad contenida... algo no estaba bien.
Chen Fei escuchó la voz femenina al otro lado del teléfono con creciente desinterés. Inconscientemente, ya la había clasificado como una vendedora más, y su tono no fue precisamente amable. No es que tuviera algo personal contra la industria del telemarketing, pero odiaba que estas personas llamaran sin importar la hora o la situación. Siempre eran inoportunos.
—Oh... entiendo —respondió la mujer, sin dejarse afectar por la frialdad de Chen Fei—. Escuché que alguien comentó que usted, señor Chen, compró muchos artículos en el supermercado ayer... y quería saber si estaría dispuesto a vender algunos. ¡Estoy dispuesta a pagarle el doble del precio!
Su voz sonaba ahora más respetuosa, como si de repente se hubiera dado cuenta de que no estaba hablando con un comprador cualquiera, sino con alguien que, en la nueva realidad que se avecinaba, tenía un verdadero tesoro entre manos.
En circunstancias normales, solo un loco rechazaría una oferta tan generosa. Vender todo el material que tenía almacenado le generaría a Chen Fei una ganancia de cientos de miles. Sin embargo, lo que vivían ya no era normal. En un mundo al borde del colapso, ni el reloj más caro valdría tanto como un saco de arroz podrido.
—Lo siento —dijo Chen Fei, cortante—. No quiero vender nada. Ni siquiera por diez veces el precio.
La firmeza de sus últimas palabras dejó claro que no había margen para la negociación. Del otro lado de la línea, la mujer enmudeció.
Mientras colgaba la llamada, un fuerte ataque de tos del taxista lo sacó de sus pensamientos. Chen Fei frunció el ceño de inmediato.
Sabía muy bien que los primeros síntomas del virus TZ se parecían mucho a los de una gripe común: dolor de cabeza, cansancio extremo, tos seca, fiebre... dificultad para respirar.
El conductor era un hombre de mediana edad, algo obeso, que al notar la mirada de Chen Fei por el retrovisor se apresuró a aclarar:
—Jajaja... Tranquilo, muchacho. Solo es un resfriado común, no es ese virus raro del que todos hablan, ¿cómo se llama...? ¿TZ?
Chen Fei forzó una sonrisa. No era por cortesía ni por compasión; simplemente no valía la pena iniciar una discusión.
No estaba realmente preocupado por contagiarse. Después de todo, él era una anomalía. Había viajado doce años atrás, lo que significaba que, en su línea temporal original, había sobrevivido al virus y desarrollado inmunidad. El TZ no pudo derrotarlo entonces, y probablemente no lo haría ahora.
Esa era la verdadera razón por la que podía andar por la calle sin mascarilla, sin pánico, mientras todos los demás comenzaban a perder el control.
¡Timbre...!
Sistema: Se ha detectado que el huésped ha ingresado al escenario del virus apocalíptico. El sistema dominante del fin del mundo está comenzando su activación...
¡Timbre...!
Sistema: Iniciando sistema... conexión en proceso...
¡Timbre...!
Sistema: El huésped se ha vinculado correctamente. Comenzando activación del sistema dominante del fin del mundo.tarea uno: impedir que el virus infecte al usuario en las próximas 24 horas.tarea dos: eliminar 50 zombis.Al completar ambas tareas, se activará exitosamente el sistema de dominio del apocalipsis.
Una voz repentina y clara retumbó en la mente de Chen Fei, tan inesperada que casi soltó el celular de la impresión. Afortunadamente, la voz era femenina, dulce, con un tono intelectual y sereno. Si hubiera sido una voz ronca de anciana o un susurro tétrico, habría gritado en medio del taxi, convencido de que estaba viendo fantasmas a plena luz del día.
El taxista, que notó el extraño sobresalto de Chen Fei, ni siquiera se inmutó. Toda su atención estaba concentrada en el panorama por la ventanilla: al costado izquierdo de la carretera, un gran almacén de granos y aceite era asaltado por una multitud. Al menos setenta u ochenta personas se habían congregado en la entrada, gritando y empujándose por bolsas de arroz y harina. Dos mujeres se arrancaban el cabello, forcejeando por un solo saco.
—Tos... tos... ¿Pero qué le pasa a esta gente? —murmuró el conductor con desdén—. ¿Qué se gana con pelearse así por arroz blanco?
Claramente, aún no comprendía la gravedad de la situación. No entendía que en tiempos como estos, un saco de arroz valía más que una joya.
Chen Fei, por el contrario, no podía estar más feliz. Su sorpresa inicial se transformó en una euforia contenida.
¡El sistema había llegado!¡Por fin se había activado!
El "sistema dominante del fin del mundo"... ¡ese era su verdadera ventaja! ¡Una segunda oportunidad en el apocalipsis con una herramienta para reescribir su destino!
Las reglas estaban claras: tenía 24 horas para evitar nuevas infecciones y debía eliminar 50 zombis. No era fácil... pero tampoco imposible.¡Ahora tenía un objetivo, una misión y una herramienta para sobrevivir en este mundo que estaba por desmoronarse!
Mientras el taxista seguía murmurando sin comprender, Chen Fei levantó la vista con una expresión decidida.
¡Sistema!¡Ese sonido que había resonado en su mente hace unos instantes era sin duda el sistema!Después de tantos días de espera, por fin... ¡por fin apareció ese maldito sistema!Nadie sabe que es el virus el que activa su aparición.
Chen Fei miró instintivamente al taxista que seguía conduciendo, sin la menor sospecha de lo que había causado. Estaba claro: él había sido contagiado por este conductor. Solo habían pasado cinco minutos desde que subió al coche, y ya estaba infectado.La velocidad de transmisión del virus entre personas era brutalmente rápida.
Por lógica, Chen Fei debería maldecir al taxista con una buena dosis de "CTM" (madre mía, por decirlo suave), ¡porque ese hombre acababa de decir con toda tranquilidad que solo tenía un resfriado leve! Había estado manejando un taxi todo el día y quién sabe cuántas personas más ya habría infectado.
Pero, si lo pensaba bien... fue precisamente por este taxista que se activó el sistema.Y Chen Fei era un hombre de principios: si alguien le hacía un favor sin saberlo, no era del tipo que lo despreciaría luego. Así que decidió dejar de preocuparse por eso.
El "Sistema Dominante del Fin del Mundo"...¡Qué nombre tan abrumador!Chen Fei no sabía todavía lo que ese sistema podía hacer realmente, pero solo con escucharlo sentía que el estatus se le elevaba automáticamente.
Por un momento incluso comenzó a fantasear: con la ayuda del sistema, tal vez lograría dominar este apocalipsis.Tal vez...
Sin embargo, sus ilusiones se derrumbaron pronto cuando el sistema anunció la segunda tarea.—"Matar a 50 zombis" —repitió mentalmente.¿¡Cincuenta!?¿¡No cinco!?¿¡CINCUENTA!?
¡¿Qué clase de broma maldita es esta?!
Según la lógica de cualquier novela normal, cuando el protagonista obtiene el sistema, inmediatamente gana armas mágicas, habilidades especiales o una armadura impenetrable... y empieza a matar zombis como si fueran moscas.
¿Pero él...? ¡Apenas acaba de activar el sistema y ya le están pidiendo una matanza masiva para poder desbloquearlo completamente!¿Qué clase de "sistema dominante" es este?Más bien parece un sistema "pozo sin fondo" del fin del mundo.
—¡Oye, chico! ¡Ya llegamos al taller de reparaciones! —dijo el taxista, rompiendo sus pensamientos.
Chen Fei parpadeó, volvió a la realidad, y se preparó para bajar del coche.
La voz del taxista sacó a Chen Fei de su ensimismamiento.
Sacudió ligeramente la cabeza, escaneó el código QR para pagar la carrera, y descendió del vehículo. Sus pasos se dirigieron al taller especializado en reacondicionamiento de automóviles, justo frente a él.
Apenas salió del coche, divisó al joven jefe del taller esperándolo en la entrada. El hombre lucía un tanto impaciente, pero al ver a Chen Fei, su rostro se iluminó de alivio.
—¡Hermano! Por fin llegaste —exclamó, caminando rápidamente hacia él—. Vamos, ven a revisar cómo quedó la modificación.
Sin perder tiempo, el joven lo guió hacia el edificio trasero del taller, donde se encontraba la zona de trabajo principal.
Hay que decirlo: la capacidad técnica de este lugar para modificar vehículos no tenía igual. Mientras el diseño fuera viable, el equipo del jefe podía transformarlo con precisión quirúrgica. No importaba qué pidiera el cliente: ellos lo construían.
La camioneta modificada de Chen Fei, sin embargo, tenía un aspecto... inesperadamente anodino. A simple vista ya no parecía una camioneta común. Se le había dado la forma de una caja sólida, más parecida a un furgón de carga pequeño. Pero lo realmente importante no era su apariencia, sino lo que había bajo el capó y en su estructura.
Potencia, maniobrabilidad, durabilidad. Todo había sido mejorado al máximo.
Siguiendo las instrucciones de Chen Fei, el equipo había instalado parachoques reforzados, soldados con gruesas placas de acero tanto en la parte frontal como trasera. El resultado: mayor capacidad destructiva y una defensa mejorada contra impactos. Ideal para embestir zombis… o sobrevivir a ellos.
En cuanto a las ventanas, Chen Fei sabía que el vidrio era un punto débil evidente. En un mundo ideal, habría usado cristal blindado, pero dadas las limitaciones de tiempo y materiales, optó por algo más simple y robusto: rejas de acero soldadas al marco exterior de las ventanas, formando una especie de celosía. Aunque el vidrio llegara a romperse, ningún zombi podría entrar fácilmente.
A pesar de estar visiblemente ansioso por su reacción, el joven jefe se aseguró de mostrarle cada detalle con orgullo. Revisaron juntos el compartimento trasero, diseñado para almacenamiento de suministros y herramientas, así como una carpa automática doble instalada en el techo, de calidad superior y de despliegue rápido.
Chen Fei asintió satisfecho mientras inspeccionaba cada rincón del vehículo.
—Nada mal… —murmuró—. Es justo lo que necesito.
Considerando los problemas del consumo de combustible y la duración de la batería, el técnico del taller —aunque Liu Lang no se lo pidió expresamente— tomó la iniciativa de ampliar al máximo la capacidad del tanque de gasolina. Además, añadió un depósito auxiliar. Tras el reacondicionamiento completo, la camioneta ahora podía almacenar hasta 300 litros de combustible, lo que, sin duda, le permitiría recorrer largas distancias sin detenerse.
Una vez terminadas todas las revisiones, Chen Fei inspeccionó el vehículo una última vez. Satisfecho, entregó con entusiasmo el pago final al jefe del taller.
Luego, sin ocultar su ansiedad, se subió a su camioneta de chasis elevado.
De hecho, más que una simple camioneta, este vehículo modificado era ahora un blindado de fabricación casera, diseñado especialmente para sobrevivir en un mundo donde la lógica había sido reemplazada por el caos.
Desde fuera, el vehículo se veía robusto, amenazante, casi militar. Transmitía una sensación de poder crudo, como si estuviera hecho para abrirse paso entre hordas de muertos vivientes.
Chen Fei sabía que tener un sistema era una gran ventaja. Pero tener un vehículo como este… le daba una verdadera oportunidad de sobrevivir.
Con esta bestia de acero rugiendo bajo sus manos, tenía más posibilidades de escapar de la ciudad antes de que el virus zombificante convirtiera las calles en una trampa mortal.