Cherreads

Chapter 14 - Chapter 2: A Warm Hand (#3)

La noche había caído por completo sobre Glavendell, y la bruma del río se colaba entre los árboles bajos, como un susurro persistente que rozaba las piedras rotas de la vieja casa. En el primer piso de la estructura derruida que una vez había sido el hogar de su maestro, Dyan encendió una pequeña lámpara de aceite. La llama danzaba tímida, proyectando sombras que se alargaban como espectros en las paredes partidas.

Había extendido una manta gruesa sobre el suelo de piedra, y junto a él, un libro antiguo y una esfera de luz que giraba lentamente dentro de un anillo de plata. No había mucho más. No necesitaba más.

Fuera, todo era silencio salvo por el rumor de las hojas y el lejano canto nocturno de los búhos. Dentro de su mente, sin embargo, reinaba el caos de los recuerdos.

Pensó en Finia, su aprendiz. Cuánto había crecido. Ya no necesitaba su guía. Había tomado su lugar como Archimaga de la Torre de Scabia con una dignidad que Dyan nunca supo si merecía. A veces, al cerrar los ojos, aún la imaginaba de pie junto a él, en los balcones altos de la torre, con su túnica demasiado grande para su cuerpo delgado y esa mirada ansiosa por aprenderlo todo. Ahora Finia daba lecciones, pronunciaba decretos mágicos, tomaba decisiones que él ya no tenía fuerzas para enfrentar.

Pensó en Silvania. Querida Silvania. Su risa aún resonaba en su memoria como una melodía antigua. Reina emérita, amiga en la tormenta. Habían compartido secretos, temores, años enteros de guerra y paz. ¿Cuándo fue la última vez que la vio? ¿Cinco años? ¿Ocho?

Y luego, inevitablemente, llegó a ella. Eleanor.

La imagen de su rostro lo golpeó como una ola fría. Tan hermosa. Tan fría.

Ni siquiera había sido una despedida, sino solamente una mirada cargada de rabia. Había creído que, pese a todo, quedaba en ella un rincón que aún lo aceptaba. Se equivocó.

Dyan pasó una mano por su cabello, cansado, y se recostó lentamente contra el muro. El cuerpo ya no respondía con la misma ligereza que antes. Cada noche le pesaba más.

Miró hacia la pequeña ventana rota por la que se filtraba la luz de las estrellas. Había sido un loco al pensar que podía retirarse, desaparecer sin que el mundo lo reclamara una vez más. Pero aquí, en Glavendell, los días eran distintos. Más lentos. Más humanos. Las tareas pequeñas le daban estructura: limpiar el jardín, reparar las tejas, ahuyentar los roedores.

Y luego estaba ella.

Frila.

El rostro iluminado de la niña cuando conjuró la pequeña danza de luces. Sus ojos enormes, brillando como si hubiese visto un milagro. La risa clara, sincera, pura.

Fue un instante breve. Pero algo en su interior, algo que había permanecido adormecido por años, se sacudió con aquel gesto. No era amor. No podía serlo. No debía serlo.

Frila era una niña dulce, entusiasta, hermosa en su inocencia y en su fe ciega.

—No es amor lo que veo en sus ojos, —pensó— es hambre de mundo. Hambre de magia, de belleza, de algo que le diga que su vida puede ser otra cosa. Y yo soy, para ella, la puerta hacia eso.

Sabía que no debía abrirla más de lo necesario.

Suspiró. Cambiar la Torre por una cabaña, la Corte por la soledad, los viejos hechizos por hierbas y tierra húmeda parecía una locura.

Y sin embargo… había algo reconfortante en ello. Algo que no sabía si merecía, pero que aceptaba como un respiro antes del final.

Mañana Frila volvería. Lo sabía. Y él tendría que empezar a poner límites. No porque no le gustara tenerla cerca, sino precisamente porque sí le gustaba. Porque cada sonrisa suya lo hacía olvidar que él ya no tenía lugar en los sueños de las jóvenes.

Y aún así, cuando cerró los ojos esa noche, no pensó en Eleanor. Ni en Finia. Ni siquiera en Silvania.

Pensó en la risa de Frila.

Y eso le dolió más que cualquier despedida

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