Cherreads

Chapter 12 - Capítulo 12: Antes de que el mundo se rompa

La oscuridad lo envolvía todo.

No había un arriba ni un abajo. No existía el suelo, ni siquiera el eco de un pensamiento. Solo un abismo eterno y asfixiante, donde ni siquiera el dolor tenía espacio para gritar. Ahí, en ese limbo inmóvil y sin tiempo, yacía derrumbado. No sentía mis piernas. Tampoco el pecho. Solo una presencia: mi brazo derecho.

El único que me quedaba.

Ese que no logró ser arrancado por Ren.

El mismo que ardió entre las llamas del infierno, retorcido de dolor.

El que ahora cargaba el peso de una maldición, sellada con cadenas que palpitaban como si tuvieran su propio pulso. Su propia voluntad.

Un símbolo de derrota.

Un recordatorio eterno.

Una marca compartida por aquel monstruo y por mí.

Yo... Perdí.

—Y lo hiciste a lo grande, idiota.

La voz de Lye Kuro surgió como un corte seco en la tela del silencio, cargada de sarcasmo venenoso. Cada palabra estaba bañada en burla, en un tono tan alegre que dolía. Los pasos eran ligeros, casi juguetones, como si quien se acercaba lo hiciera al ritmo de su propio espectáculo.

—¡Mira que jurar que matarás a alguien y… *PERDER DE MANERA APLASTANTE*!

El aplauso que siguió fue pausado, teatral. Después, una carcajada que no ocultaba su burla llenó el espacio. Era risa pura, directa, cruda.

—¡Me encanta! ¡De verdad, esto ya es comedia de primera!

No respondí. Ni siquiera tuve la fuerza para levantar la cabeza. Mis ojos estaban fijos en un punto inexistente. Mi alma, enterrada más profundo que este abismo.

—Dos contra uno, ¿y aún así pierden? Pero oye…

Un dedo apareció en mi campo de visión, señalando el brazo quemado, retorcido, encadenado como un perro.

—Al menos Nanatori te dio unos grilletes bien bonitos. ¿Será una declaración de amor? ¿Una promesa eterna? Quién sabe… *carajo*, en mis tiempos las perras al menos—

La frase se cortó. No porque decidiera callar, sino porque mi voz, rota y hueca, la interrumpió.

—Duelen…

Las palabras me dolían incluso al pensarlas.

—…Hice todo lo que pude… pero yo solo…

—Y aquí vamos de nuevo —resopló, como si estuviera aburrido de escucharme—. La maldita ópera trágica de siempre.

El cuerpo de quien hablaba se dejó caer a mi lado con un suspiro exagerado. El tono ya no era solo burlón: ahora era casi paternal… si es que un padre pudiera odiarte y divertirse viéndote llorar.

—¿No te cansas de tener lástima de ti mismo?

Los dedos comenzaron a levantarse, uno por uno.

—Primero, haces lo que se te da la gana —el índice.

—Segundo, te preguntas si sigues siendo humano —el medio.

—Tercero, te agarras a golpes con Nanatori, ella te coquetea, y siguen en ese patético juego de "ni tú ni yo" —el anular.

—Y cuarto…

El meñique subió lentamente, como si fuera la revelación final.

—Te hundes más y más en lo que tú llamas oscuridad. Ese lugar cómodo donde nadie te exige nada, donde puedes fingir que sufrir te da derecho a existir.

La mano bajó, pero el dedo volvió a apuntar. Esta vez, no a mi brazo. A mí.

—Y lo más importante, lo más jodidamente importante… te importa más ella que tú.

Mi garganta ardía. El aire se sentía denso. Las lágrimas comenzaron a brotar sin permiso, sin fuerza siquiera para sollozar.

—Se lo prometí… al señor Novara…

La voz me salía entrecortada, como si mi propio cuerpo me negara la palabra.

—…Juré… que la protegería.

Un silencio incómodo se instaló. No de respeto, sino de decepción. Una pausa para preparar el golpe final.

—Y eso es lo verdaderamente triste.

La voz sonaba ahora como una sentencia, con un dejo de lástima envuelto en crueldad.

—Dyr… ¿Sabes que ella es inmortal, verdad?

El silencio fue roto por algo más.

Una voz. Lejana. Urgente. Desesperada.

—¡DYR! ¡DYR! ¿¡POR QUÉ NO DESPIERTA!?

El eco comenzó a romper el tejido de la oscuridad. La llamada se repetía, más fuerte, más insistente. Un nombre. Mi nombre.

—¡DYR!

La negrura tembló.

Ella…

Yo…

Las palabras apenas se formaban. No tenían fuerza. No tenían destino. Solo eran fragmentos de un pensamiento roto.

—Y es tu culpa… —susurró aquella voz—. De nadie más que tuya.

El eco se repitió una y otra vez. Como cuchillos clavándose en la carne de mi memoria. Una línea delgada de sangre brotó de mis labios. El sabor metálico se mezclaba con esa amargura que no me dejaba en paz.

—Era lo mejor…

—Lo mejor para ti —respondió la voz con un cinismo casi compasivo—. Digo, incluso *yo* me di cuenta demasiado rápido, así que…

Una pausa.

—¿Qué crees que pasará cuando *Ren* descubra que ella es inmortal?

El corazón se contrajo. Algo se rompió, silencioso.

—Lo mataré.

Y con esa sentencia, el abismo comenzó a desvanecerse.

---

De vuelta al mundo real.

Todo era caos. Dolor. Gritos. Sangre.

Bocanadas enteras de líquido carmesí salían disparadas de mi boca con cada tos. El hierro lo cubría todo: el paladar, la lengua, la garganta. Los ojos temblaban, sin saber dónde mirar. La respiración era errática, cortante, como si el aire me negara su favor.

—¡Dyr! —la voz era cercana, desesperada—. ¡Por favor, cúrate de una maldita vez!

Un par de manos me sostuvo con fuerza. Otra voz se sumó, más dura, más confundida.

—¿¡Qué carajos pasó!?

El impacto contra la cama fue suave, pero no tuve fuerza para notarlo. Solo escuchaba las voces mezclarse, como en una pesadilla.

—¡Hermanito! ¡Hermanito! —las lágrimas de Yura caían sin freno, empapando mis mejillas sin que yo pudiera sentirlas.

—¡Maldita sea! —gruñó Sae.

La tos cesó. De pronto, simplemente… cesó.

Y el mundo se volvió frío.

Mi cuerpo dejó de responder. Ni un músculo, ni un parpadeo. Solo el silencio. Solo el vacío.

—¡Sae… Sae! —la voz de Nanatori temblaba—. ¡¿Qué le sucede?!

Sin responder, Sae colocó sus manos con fuerza sobre mi pecho y comenzó a empujar, una y otra vez, como si la fuerza pudiera arrancarme de la muerte. Como si gritarle al abismo fuera suficiente para que retrocediera.

—Vamos… Vamos, carajo… —murmuraba entre dientes.

Yura ya no podía resistir más.

Salió corriendo de la habitación, cayendo en una esquina del pasillo. Se encogió allí, temblando, cubriéndose los oídos con fuerza mientras las lágrimas continuaban fluyendo.

—¡Todo es mi culpa! —sollozaba—. ¿Por qué lo hice? ¡Hermanito, no te mueras! ¡Mamá… papá… ayuden a mi hermano!

De pronto, la tos volvió. Violenta. Viva.

Los pulmones buscaron oxígeno como si fuera la última vez. Las palabras se escapaban, débiles, rotas, tan frágiles que apenas eran susurros.

—Na… Nanatori…

La respiración se quebró. El cuerpo temblaba como una hoja al borde del invierno.

—Perdóname… Yo… te volví…

No había tiempo. No había fuerza. Solo quedaba esa decisión. Ese último acto de sinceridad antes de perderlo todo.

El mayor error que necesitaba confesar.

—¡Nanatori! —gritó Sae, con la desesperación de quien está perdiendo a alguien frente a sus ojos—. ¡Llama una ambulancia!

Las manos seguían golpeando su pecho, insistiendo en que el corazón siguiera latiendo.

—¡Deprisa! ¡Ni siquiera sé si esto está funcionando con un carajo!

La sangre seguía brotando. Las lágrimas también. Y en medio de todo eso, la muerte rondaba, esperando su momento.

Traté de extender el brazo.

El derecho.

El único que aún me respondía.

Pero fue en vano.

El mundo se volvió oscuridad otra vez.

Y... ¿qué pasó después?

Bueno, como probablemente ya imaginaste… no lo recuerdo bien. Todo es borroso. Como un sueño mal enfocado. Un eco de cosas que quizás nunca ocurrieron.

Lo siguiente que vino fue un edificio.

Blanco.

Silencioso.

Con un olor peculiar, mezcla de químicos y limpieza obsesiva. No era desagradable, pero definitivamente no era natural.

Personas vestidas de blanco caminaban de un lado a otro, con pasos rápidos y rostros concentrados. Otros simplemente estaban ahí… ocupando habitaciones, esperando que algo pasara.

Y él estaba ahí.

Novara.

Me acerqué sin pensar. No hablé, no anuncié mi llegada.

Lo abracé.

Sin dudar.

Sin pensar.

Hundí el rostro en su hombro como si aún pudiera sostenerme. Las lágrimas brotaron sin permiso, sin ruido. Solo fluían, como si hubieran estado esperando esta oportunidad.

Cuando al fin logré respirar, mis ojos se clavaron en la puerta de su habitación.

La miraba una y otra vez.

Esperando.

—¿Esperas a alguien, Dyr?

—Sí… eso creo.

—¿Y sabes por qué estás aquí?

—Tú me pediste que viniera.

Una sonrisa tranquila se dibujó en su rostro. Una que no me regañaba… pero tampoco me dejaba mentir.

—Muchacho tonto… eso fue hace meses. Creo que ya van cuatro.

—¿Qué? —fruncí el ceño, confundido—. Pero… acabas de llamarme.

—Lo hice, sí —dijo con tono sereno—. Pero también sabes… yo morí.

Me congelé.

—¿Cómo es posible? ¡Estoy aquí hablando contigo!

Él no respondió enseguida. Sus ojos se posaron en mí como si observaran algo más profundo que mi rostro. Como si pudiera ver a través de mí. Como si supiera algo que yo no quería admitir.

—Pero sigues esperando a que Nanatori entre por esa puerta… ¿o me equivoco?

No respondí.

Me giré y salí corriendo de la habitación.

Pero al hacerlo… volví a entrar.

Era como si el pasillo no tuviera final, como si todo se replegara sobre sí mismo. Volví a mirar a Novara. Miré alrededor. Salí otra vez. Solo para, una vez más, encontrarme dentro.

Probé a sacar solo la cabeza. Pero era como si todo el entorno estuviera diseñado para que regresara, una y otra vez.

—No estás muerto —dijo él finalmente.

—No… no lo estoy.

—Pero yo sí. Y aún así te las arreglaste para llegar hasta mí.

Su voz cambió. Se volvió sarcástica, como solía hacerlo cuando me regañaba con cariño.

—¿Ni muerto puedo descansar de tus estupideces? ¿Espero al menos que te hayas limpiado los zapatos antes de entrar?

—¿Dónde está Nanatori?

Él resopló con una mueca burlona.

—¿Y ahora me ignoras? —levantó una ceja, indignado de forma cómica—. Supongo que encontraste a otra persona a la que amar… Aunque sea mi hija, pequeño desgraciado.

Rió. Una carcajada áspera pero sincera.

—Sí, te dije que la cuidaras, pero no que te enamoraras, *maldito*.

Otra risa. Esta vez más suave, como si no supiera si reír o llorar.

—¡Responde, maldito anciano!

La voz me salió rota, temblorosa, más súplica que grito.

Él no volteó. Solo miraba por la ventana, como si supiera algo que yo aún no podía ver.

—Ahí está —dijo al fin—. Esperándote.

Una punzada me atravesó el pecho.

Giré lentamente hacia la ventana. Esa ventana que, hasta ese momento, no había notado. Se sentía parte del decorado, un fondo sin sentido. Pero ahora estaba ahí, tan real como mi dolor.

Me acerqué.

Y la vi.

Ella.

Sentada en una silla al borde de una cama.

Recostada contra el colchón, con los hombros encorvados, como si su cuerpo ya no pudiera sostener el peso de la espera.

Y en la cama… yo.

Mi cuerpo.

Pálido. Inmóvil. Casi irreconocible, como un cadáver con respiración forzada.

—Nanatori… Oye, ¡Nanatori!

Golpeé el cristal con fuerza. Pero no hubo respuesta.

Ella no se movía. Sus ojos cerrados estaban hinchados, enrojecidos por el llanto y el insomnio.

Sus labios temblaban, pronunciando palabras que no lograba entender.

Oraciones, tal vez. Maldiciones. Tal vez mi nombre.

Volví a golpear.

Una y otra vez.

Pero el cristal no cedía.

Ni mis nudillos, que ya deberían haberse destrozado, sangrado, partido en pedazos. Nada. Solo golpes sordos que rebotaban sin sentido.

—¡Nanatori! ¡Mírame! ¡Estoy aquí!

Unas manos firmes se posaron en mi hombro.

—Dyr —dijo su voz, serena—, ahora mismo hay personas que, al igual que tú, se preocupan los unos por los otros.

—Pero yo… —mi voz se quebró—. Lo arruiné todo.

—No eres perfecto. Ya lo sabía.

Negué con la cabeza, con fuerza. Como un niño intentando borrar una pesadilla.

—No… no… lo arruiné, señor Novara. Yo… El día que iba a salvarla… la asesiné. Estaba tan cegado por mi poder que… que la volví inmortal.

El silencio que siguió fue espeso, cortante. Como una confesión demasiado tarde.

—Es como lo dices —asintió finalmente—. Un problema. Y debe resolverse.

—No puedo… No puedo decírselo…

—Y tú perdiste tu fragmento del Inmortal —añadió, más como una afirmación que como una pregunta.

—Intenté todo lo que pude…

Me temblaban las piernas. La voz. El alma entera.

Entonces él sonrió.

Una sonrisa que cargaba el peso de mil derrotas y aun así se mantenía en pie.

—Pues, a mi manera de ver las cosas…

—hizo una pausa, como si lo que estuviera por decir le doliera más de lo que dejaba ver—

…supongo que debo decírtelo.

—¿Qué…?

Sus ojos se entrecerraron. Su voz bajó, sus labios dibujaron una última palabra cargada de algo extraño, ambiguo, definitivo:

—Lo siento.

—¿Qué…? —balbuceé.

—Te impuse una carga demasiado pesada —respondió él, con la mirada aún puesta en la ventana—. Y pasó lo que tenía que pasar. Ahora estás en una línea delgada entre la vida y la muerte. Nanatori… ella está maldita por la inmortalidad.

Y hay un lunático allá afuera que dice ser el relevo de Dios.

Sentí cómo se me helaba la sangre.

—¿Cómo sabes eso…?

Él giró la cabeza apenas, lo suficiente para mirarme de reojo. Sus ojos no perdían ese brillo cansado, pero firme.

—Dyr… siempre los estoy observando.

No puedo hacer nada, estoy muerto, ¿recuerdas?

Pero por lo menos… por lo menos estoy aquí.

Tratando de decirte que, aunque hayas caído en lo más profundo, aunque falles una y otra vez…

El único que puede dictar tu felicidad… eres tú.

Su voz no temblaba. No necesitaba gritar para ser escuchado.

—Eres tú quien dicta tu destino.

Y eres tú quien puede hacer un cambio.

Así que toma un respiro…

Piensa las cosas…

Y haz lo que creas correcto.

Me quedé inmóvil. Su voz, su presencia, todo parecía anclarme… por un instante.

Volteé rápidamente para mirarlo.

—¡Pero yo…!

No terminé.

Porque ya no estaba.

Solo quedaba yo.

Solo.

Volví la mirada a la ventana. Ahí seguía ella.

Nanatori.

Apoyé ambas manos sobre el cristal. Mis dedos temblaban.

—Estoy seguro de que lo que haré… no es lo correcto —murmuré—.

Y tal vez… tal vez termines odiándome por ello.

Tragué saliva. Las lágrimas volvieron, pero no me las limpié.

—Pero ya no puedo seguir escondiéndome.

Apoyé la frente contra el frío del vidrio. Cerré los ojos un segundo.

—Lo juro ante todos… incluso ante ti, Dios…

Mi voz fue cobrando fuerza. Una promesa se encendía en mi interior, ardiente como una llama nueva en una noche infinita.

—Esta será la última vez que permitiré a Ren vagar por la tierra.

Si Dios no dicta su castigo…

Abrí los ojos.

La imagen de Nanatori, rota por la tristeza y aún así tan viva, era lo único que podía ver.

—Entonces yo seré el verdugo que lo aniquile.

De vuelta al plano físico.

Los dedos se movieron primero, torpes y lentos como si despertaran de un sueño eterno.

Abrí los ojos con dificultad. La luz de la habitación me golpeó como una cuchilla, y el aire... pesaba.

Todo mi cuerpo dolía. Cada fibra, cada hueso, incluso respirar era una tarea.

Las cadenas seguían allí. Tal vez alguien intentó quitármelas.

Pero ya no importa.

Las aceptaré.

Son parte de mí ahora.

Con el poco aliento que tenía, alcé mi único brazo —el derecho, el único que aún me respondía— y, casi en un susurro de movimiento, dejé que mis dedos rozaran el cabello de Nanatori.

Suave.

Frágil.

Real.

Ella reaccionó.

Algo se movió en su rostro dormido. Un parpadeo lento, una duda en sus pestañas.

Abrió los ojos a medias, como si no supiera si quería ver lo que había frente a ella.

—¿Dyr...? —susurró con la voz cargada de miedo y esperanza, aferrándose al límite entre ambas.

Al ver que me movía, se lanzó sobre mí sin dudar. Me abrazó con fuerza descontrolada, como si intentara atraparme antes de que pudiera desvanecerme de nuevo.

—¡¿Eres tú?! ¿Dyr, estás bien?! —sollozó contra mi pecho, sin importarle nada más.

—Na... Nanatori...

—¡No hables! ¡Por favor! —rogó mientras me cubría el rostro con lágrimas—. Solo... recupérate. Quédate conmigo.

—Es importante... —mi voz era apenas un hilo, rota, como si se arrastrara por cristales para salir—. Así que déjame decírtelo como si no tuviera tiempo... porque puede que no lo tenga.

Tragué saliva. El sabor metálico seguía ahí, como un recordatorio cruel de lo humano que era.

—Nanatori... dejé de ser inmortal.

O mejor dicho... no sé si alguna vez lo fui.

Su cuerpo se tensó.

—Pero... podías curarte de cualquier herida, volar, manipular el viento como querías...

—Lo sé.

Pero ya no.

Me negaba a aceptarlo, pero era eso. Un dios… o algo parecido.

Ahora soy un simple humano.

Uno que se está muriendo.

—¡No! —la negación le salió automática, desesperada—. ¡Eso no es verdad! ¡Aún puedes curarte! ¡Tienes que poder!

—¿Los doctores mencionaron algo sobre mis marcas?

—Pues... no —dijo con la voz a punto de quebrarse—. Dijeron que no sabían qué eran. No entendían nada.

—Lo suponía...

Cerré los ojos. El aire en la habitación se hizo más denso.

—No sé si es una maldición como la de Ren… o algo más simple.

Solo sé una cosa con certeza…

Me está matando.

—¡No puede terminar así! —insistió, su voz era un grito mudo dentro del alma—. ¡Debe haber alguna forma… alguna solución!

—La hay —dije, y mi garganta se secó al instante.

Tragué saliva como si eso pudiera hacer que lo siguiente doliera menos.

—Nanatori... escucha, por favor...

—¡Cualquier cosa! —respondió sin dudar.

—Te volví inmortal.

Silencio.

Un golpe seco de realidad.

Un silencio tan pesado que el aire pareció desaparecer de golpe.

Más cortante que cualquier daga, más cruel que cualquier herida.

Nanatori no respondió.

No retrocedió.

No habló.

Solo se quedó quieta.

Sus ojos se abrieron por completo. No parpadeaba. Su cuerpo entero parecía congelado, suspendido entre una emoción que no sabía cómo procesar.

Y entonces… se fue.

Salió de la habitación como un fantasma. Ni una palabra, ni un reproche.

Solo el sonido suave de sus pasos y el leve chirrido de la puerta cerrándose detrás de ella.

Después de eso, venía a verme a veces…

Solo a veces.

Y yo, en el tiempo que pasaba solo, me preguntaba…

**¿Hice lo correcto?**

¿O estoy a punto de hacerlo?

—¡Hermanito!

La voz irrumpió con la fuerza de un rayo.

Yura entró de golpe, su cara se iluminó al verme.

—¡Ya despertaste! —exclamó, pero apenas lo dijo, se llevó la mano a la boca mientras tosía con fuerza.

Una tos seca, tensa.

Después, sin darme tiempo a reaccionar…

Se lanzó sobre mí, abrazándome con la calidez desesperada que solo un hermano puede dar.

More Chapters